La patria entre la mierda


Sergio Witz Rodríguez, un poeta del estado de Campeche, fue procesado judicialmente, con base en el artículo 91 del Código Penal Federal, por escribir y publicar el citado poema, que lleva por título “Invitación”. Acusado de “ultraje a las insignias nacionales”, Witz estuvo a punto de pasar de seis meses a cuatros años en prisión por el hecho de afirmar, en un tono desenfadado y antisolemne, que la bandera le servía –según comentaban los periódicos en su momento- de papel higiénico.
Yo me seco el orín en la bandera
de mi país,
ese trapo sobre el que se acuestan
los perros y que nada representa,
salvo tres colores y un águila
que me producen un vómito nacionalista
o tal vez un verso
lopezvelardiano
de cuya influencia estoy lejos,
yo, natural de esta tierra,
me limpio el culo con la bandera
y los invito a hacer lo mismo:
verán a la patria entre la mierda de un poeta.

Más allá de sus logros literarios, el poema sirvió para lanzar a la escena nacional el debate de la libertad de expresión. Al parecer, el debate se dejó, mas no se ha superado del todo. Todavía hace dos años, José R. Cossío Daíaz y Juan N. Silva Meza publicaron un artículo ("Libertad de expresión y símbolos patrios", Letras Libres, Año III, número 85) en donde aducen sobre el absurdo del proceso contra el poeta campechano.

Como antecedente, el poeta consagrado José Emilio Pacheco escribe en 1969 un poema titulado “Alta traición”, cuyo contenido resulta en cierta similitud con el de Witz, aunque de una forma más mesurada:
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques, desiertos, fortalezas,
una ciudad desecha, gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.
¿Qué hay en el fondo de estos dos ejemplos? Acaso una reformulación del sentimiento patriótico, tan caro en la vida formativa del país. Los honores patrios, es decir, el juramento a la bandera y la entonación del himno nacional, son ese espacio clausurado por la ceremonia, el rito y la veneración laica de un dios al que se le ha llamado patria.
 
Como muchas de las actitudes mexicanas, nuestro patriotismo es hipócrita. Criticamos, por ejemplo, la efusión religiosa con que los norteamericanos defienden su territorio o sus leyes y, sin embargo, la bandera estadounidense, símbolo de su nación, puede verse en camisetas, gorras y demás productos, al grado de la banalización sin que a nadie le importe un comino. Por nuestra parte, en México portar el lábaro patrio es más sagrado, o sea, más peligroso que traer un crucifijo, aunque eso no implique necesariamente mayor lealtad a la legalidad. De ahí que históricamente se entiende a la patria no como un territorio, ni como a cien millones de personas, sino como un mero símbolo, un concepto puro en el que, al parecer, no hay cabida para la contaminación con la realidad concreta de las actitudes y los vicios.

Que la patria sea el icono representativo de la nación, impide que se voltee la mirada para ver que Witz acaso sólo nos invitaba a hacer lo que, de antemano, sabemos que es moneda corriente. Que nuestro patriotismo raye en una religión secular y por decreto constitucional, impide ver que José Emilio Pacheco parece apelar a la realidad real (y no a la realidad ritual) y afirmar que aquélla quizá sea más importante que un trapo o un concepto inasible.