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El fantasma de los sofistas


En una clase preparatoriana de filosofía pueden suscitarse algunas preguntas incómodas y/o imprevistas: desde la ya clásica “profesor, ¿usted cree en Dios?”, pasando por la de si el libre albedrío o el destino, si hay vida después de la muerte (o antes de la quincena), hasta la de cuál es nuestra filosofía de cabecera.
Pongámonos serios, graves. (Y aquí es cuando uno frunce el ceño y reproduce, en tono catedrático, las manidas palabras: “En la antigua Grecia…”) En la antigua Grecia, se sabe –vía Abbagnano, Gutiérrez Sáenz, Xirau et al— había fundamentalmente dos grupos de pensadores: aquellos que pugnaban por la verosimilitud, orientados a probar sus ideas a partir de la forma de sus razonamientos; y aquellos que pugnaban por la verdad, preocupados más bien del contenido de sus razonamientos. La historia de la filosofía registra tal disyuntiva a partir de la encumbrada tríada (Sócrates, Platón y Aristóteles) y los sofistas (Tisias, Córax, Protágoras, Gorgias, Hippias.)
De los primeros se sabe mucho. Cualquier estudiante de humanidades más o menos avezado reconoce sus aportaciones y lo que, a la postre, éstas significaron en el pensamiento occidental. No obstante, son los sofistas –maestros de la retórica y, según su mala prensa, del engatuse— quienes han representado toda una veta pícara y maldita aún hoy imborrable, por más que los filósofos posmodernos se afanen por reivindicarlos. Si bien etimológicamente el término los vincula al buen camino (“los sabios”), es moneda corriente pensarlos como los inescrupulosos, labiosos y mercantilistas del conocimiento. El adjetivo sofista está, a todas luces, cargado de un sentido despectivo, al grado que el diccionario oficial define sofisma como un “argumento aparente”. Un sofista es, pues, un tipo de pensador que utiliza el lenguaje con el fin de persuadir o disuadir a su conveniencia.
De entre las espurias y fascinantes anécdotas de la Antigüedad, las de los sofistas no son la excepción. Se cuenta, por ejemplo, que el maestro Tisias le pidió a su discípulo Córax que le pagara, puesto que ya habían terminado las lecciones. El acuerdo inicial era que el maestro le enseñaría a convencer a las personas. El alumno se negó y propuso que antes debía probar que había aprendido sus lecciones. La prueba que éste propuso consistió en que trataría de convencer a su maestro de que no debía pagarle. Así, si el alumno no lo convencía estaría demostrando que no había aprendido la lección, y por lo cual tampoco pagaría las lecciones, puesto que el acuerdo inicial era que Córax aprendería a convencer a las personas… ¿le pagaría el alumno al maestro?
Tal es la ilustración que traza la lógica arbitraria de los sofistas. Eclipsados, vilipendiados y superados moralmente por los cosmólogos (o presocráticos) y por la tríada ya mencionada, los sofistas resucitan en este o aquel líder carismático, político, religioso, en detrimento de la razón, el ethos, el logos, la paideia, etcétera.
Después de esta pedante digresión, poniéndonos de nuevo personales y “relajados”, he aquí la pregunta incidental, convocada por todo un grupo de preparatorianos: ¿profe, usted de cuál es, de los otros o sofista? Después de salir del shock provocado por tal sorpresa, y sin tiempo de argüir mentalmente una respuesta evasora, sólo alcancé a escuchar que, apenas perceptiblemente y en tono serio, una alumna mía susurró: sofista.
Y es cuando, en una suerte de megalomanía intelectual, pienso que esa idéntica pregunta le hicieron a Michel Foucault, quien vociferó:

Estoy radicalmente del lado de los sofistas. […] Creo que son muy importantes porque en ellos hay una práctica y una teoría del discurso que son esencialmente estratégicas; establecemos discursos y discutimos no para llegar a la verdad sino para vencerla. […] Para los sofistas […] la práctica no está disociada del ejercicio del poder. Hablar es ejercer un poder, es arriesgar su poder; arriesgar, conseguirlo o perderlo todo. Allí hay algo muy interesante que el socratismo y el platonismo alejaron completamente: el hablar, el logos, a partir de Sócrates no es más el ejercicio de un poder; es un logos que no es [sino] un ejercicio de la memoria. Este pasaje del poder a la memoria es algo muy importante. […] Me parece igualmente importante en los sofistas esa idea de que el logos o discurso es algo que tiene una existencia material. Esto quiere decir que en los juegos sofísticos una vez que se dijo algo, esto que se dijo permanece dicho. La verdad y las formas (1973), pp. 155-156.
¿Tendría que aclarar que mi alumna no tiene tan buena opinión de los sofistas y que, por supuesto, jamás ha leído a Foucault?
P.D. Lo juro por mi maestro Córax.