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Streets of Philadelphia. Crónica de pies helados

Llegué al aeropuerto una tarde nublada, lluviosa, otoñal, en que la ciudad festejaba el triunfo de los Phillies como campeones de la temporada 2009 de la Liga Nacional, avizorándose pronto el torneo de Serie Mundial contra los Yankees*. Son finales de octubre y el tiempo no es nada halagüeño para un ente de poca grasa y mucha ansiedad como yo. MSN Climas me había notificado lo que me esperaba; Google Maps me había ayudado a ubicar el hotel en que me hospedaría por dos noches; y Facebook testimoniaba que, en efecto, quedaría como un provinciano tercermundista en una ciudad enorme y cosmopolita. No es extraño, por lo tanto, que, debido al desayuno en Phoenix y la alebrestada escala en Dallas, haya arribado al aeropuerto con el estómago revuelto y el rostro desencajado, perplejo, ante la pregunta: ¿cómo sobreviviré durante estos tres días?

Con mi deplorable inglés alcancé a darme a entender para pedir un taxi y hacer el check in del hotel. Una vez instalado en la desolada y desoladora habitación 211, y habiéndome puesto esos pantalones térmicos que me salvarían de la hipotermia que me esperaba, salí a la calle en busca de cena o una aventura inconfesable. No hubo aventura, pero sí un (también inconfesable) antojito gringo de 7 dólares. De vuelta al hotel, apoltronado en la cama y dormitando mientras revisaba algunos datos en mi laptop, descubrí que Temple University –la institución convocante del evento en que participaría leyendo una ponencia de la cual no hablaré para no aburrir a nadie— no se hallaba lejos del hotel. Así, la mañana siguiente me ahorraría el taxi y aprovecharía para deambular despistado por algunas calles con el temor de perderme más de la cuenta.

El clima amaneció, como es obvio, frío, y yo me desperté con la conciencia tardía de ser la primera vez en mi vida que amanecía con el frío del Este norteamericano. Fue sólo hasta ese momento que me di cuenta que había cruzado casi de costa a costa la América gringa, que había visto por primera vez aguas del Atlántico y que, si no me alistaba temprano, no alcanzaría el continental breakfast del hotel. Me bañé, me abrigué a más no poder y, cosa rarísima en mí, desayuné apresurado cual niño de hospicio para después salir (cámara al cuello como el turista asalariado que no soy, y maletín en mano como el profesor ñoño que sí soy) a recorrer las calles que vieron nacer al Príncipe del Rap.

Caminé como por 25 minutos, tiempo durante el cual tomé algunas fotografías a edificios y carros, a muros y homeless, a fachadas desenfocadas y parques desangelados por mi torpeza fotográfica y la mala calidad de la cámara que traía conmigo. Sólo porque Dios es grande, y porque la universidad se encuentra en anglosajona calle recta al hotel, no me perdí lo suficiente como para llegar tarde al primer día del evento. Describir la ciudad fraternal ("philos") sería una mera vaguedad: urbanismo eficiente, muchos negros vagos, muchas güeras en shorts en pleno frío (!) y, claro, muchas canchas de basquetbol, como parecía advertir el intro de Fresh Prince, que educó sabia y diligentemente a toda una generación. Diré, además, que fueron sólo tres días y no soy bueno para las descripciones físicas, pero traeré a colación mi primera experiencia con el nombre de la ciudad que me encontraba visitando: recuerdo haber escuchado a los 6 años en aquellas clases de Escuela Dominical (que luego confirmé en mi lectura de la Biblia) que fue Filadelfia la única iglesia del Apocalipsis que termina bien librada cuando Jesús, ya glorificado, viene a pedir cuentas a sus discípulos. De ahí que los fundadores cuáqueros le hayan otorgado tal nombre a su ciudad. En todo esto venía yo pensando cuando, morboso, fotografiaba un pimpeado carro rosa con la leyenda “Opps… I’m outta control!” (?) La relación no podía ser más lógica.
Al llegar al edificio Student Center, lugar donde se llevarían acabo las ponencias, me recibió Kellye, una chica portorriqueña-americana encargada de la logística del evento, quien me entregó mi recibo por 25 dólares, mi gafete, mi fólder, mi pluma, mi programa de mano, mi guía de turistas y mi constancia de participación. Todo lo necesario para el deporte extremo del estudio formal de la literatura. Chequé la hora y auditorio en que leería de mi ponencia. Ubiqué ponencias de mi interés. Saludé cordialmente a los organizadores y a algunos colegas. Fingí interés en algunos de sus intereses de investigación. Saludé a un colega colombiano que había conocido hace tres años en Cincinnati. Al terminar la primera jornada, intercalada por una comida y un paseo por la librería de la universidad, me regresé al hotel, sabedor de que no pasaría nada más ese día, ninguna aventura para escribir, nada. Y así fue.

El segundo día me puse mis pantalones de pana para sobrellevar el frío. Y de nuevo hice el recorrido a pie del hotel a la universidad. El camino me pareció más conocido y hasta amigable. Pude ya reconocer que la Buddhist Association of Philadelphia se encuentra al sur del Taproom y que el edificio de los cienciólogos se ubica frente al centro de convenciones de la ciudad. Leí mi ponencia, a la que afortunadamente asistieron pocas pero espléndidas y/o impresionables personas, pues hasta me felicitaron por 10 cuartillas de sandeces. Conocí a dos estudiantes italianos, que yo torpemente confundí con argentinos, pues su acento no revelaba nada europeo. Habían viajado sólo 45 minutos desde New Jersey y yo había tenido que atravesar todo el país en 24 horas. “¿En qué universidad estudian?”, pregunté. “En Princeton”, contestó él. “A mí me rechazaron de Yale y no hago tanto escándalo”, dije, pendeja y malalechemente, para mí. La chica era muy, muy guapa; el chico… pues era un chico!.. flaco, pelo largo, de lentes, con pantalón de pana como el mío, o sea, yo pero en versión guapa e italiana y con beca de la Ivy League. Pero algo me dice que pronto se quedará calvo. “¿Se la estará tirando?”, me preguntaba con mirada envidiosa desde mi asiento, mientras leía cada uno su respectiva ponencia. Temí que, llegado el tiempo de las preguntas y comentarios por parte del público a los ponentes, mi participación no girara en torno a la novela policial de Borges y de Sábato, sino en torno a algún tema de alcoba. No pregunté nada indiscreto y, en mi fuero interno, concluí que, respecto al ars amandi italiano, nada había claro. La verdad es que los dos chicos fueron excelentes personas conmigo, en específico él. Que yo me dedique a vilipendiarlo en este texto es muestra elocuente de que el karma sí existe y aplica, pues es él quien tiene chica guapa italiana y beca jugosa de la Ivy League, y yo… Por otra parte, como dice el Falso Profeta, de cualquier manera no me iba a ir al cielo :( Al menos en el infierno no pasaré frío.

De vuelta al aeropuerto, tuve que preguntar aquí y allá dónde tomar el tren que me llevaría a la terminal 3B de American Airline cuyo avión me llevaría sin escala alguna a la ciudad de Phoenix, donde un autobús de Tufesa me abrazaría como a mojado devuelto por la migra a la suave patria. Seguía lluvioso y nublado. Me paseé por el campus con mi maletín y mi maleta hasta más o menos ubicar la estación del tren. Una vez en la calle, alcancé a ver a una chica rubia universitaria que también traía consigo una maleta. La seguí, en la espera de que me guiara sin ella saberlo. Se dio cuenta que la seguía y es cuando mi espíritu stalker salió de clóset y tuve que preguntarle si se dirigía también a la estación del tren. Le expliqué que yo no sabía a ciencia cierta dónde se hallaba ésta. Amablemente, me dijo que la siguiera, ahora sí con su permiso. (Debo confesar que eso le quitó la emoción al asunto.) Caminábamos uno tras otro y la lluvia seguía, fría. Sentí ese mismo frío húmedo que sufro siempre en mis articulaciones. Agradecí a la chica su acto de cortesía y, mientras esperaba el tren en esa intemperie desolada que da casi al Atlántico, pensé en ese frío del Este norteamericano que me humedecía los huesos. En una especie de revelación, recordé ese otro frío nocturno que padecí cuando apenas si cruzaba la frontera mexico-americana, mientras venía arrojado sobre ese asiento de la Shuttle Bus; cuando me mensajeaba vía celular con cierta personita tratando de atemperarme y así hallar calidez durante mi viaje; cuando la señal Telcel se convertía en AT&T inmediatamente después de cruzar la línea en Nogales. Supe entonces que, húmedo o seco, no había mucha diferencia substancial entre el frío del Este y del Oeste. Un problema de circulación sanguínea, un frío en el cuerpo o en el alma, que a veces son lo mismo.
*Los Phillies perdieron la Serie Mundial.