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Crónica conjetural



No sabía nada de esa ciudad arrumbada en el norte del sureste (?) norteamericano. Pero bien podría decir que llegaría a ese pequeño complejo industrial con la fuerza de un paria indio y en el primer stand de comida de un aeropuerto a su media capacidad adquiriría, por 3 dólares, una nadería alimentaria. Revitalizado después de dar todos los tragos posibles a una Coca Cola, el frío de finales de octubre me echaría en cara haberla bebido, pues, al salir del aeropuerto, un viento encontrado de las ocho de la noche me haría temblar. Me abocaría a buscar un taxi: el chofer (nigeriano o camerunés) me miraría de reojo con exótico escepticismo para después encender por instinto el taxímetro, que sumaría con precisión analógica, al llegar a mi destino, el 4.5% de taxes.              
     
              Conjeturo que, al llegar a Hampton Inn and Suites, habría ciertos inconvenientes, aunque salvables, con mi reservación. Al fin, la joven recepcionista, de nariz euclidiana y talle curvo, me daría la llave-tarjeta. La habitación —ya parece que la veo— es blanca y sobria. Es una atmósfera aséptica, a prueba también de contaminación sonora y visual: apenas una Biblia de los Gedeones Internacionales en algún cajón de la cómoda, apenas un conjunto sanitario American standard en el baño, apenas un televisor negro anclado en la pared como única vía de acceso a la suciedad del mundo externo, del mundo obsceno, del mundo a secas. Habría cruzado la puerta con el semblante ajeno, pero mentalizado en el contrato del orden. Aun sacrificando cierta comodidad, seguiría la consigna puritana, paranoica, de no hacer notar la presencia del cuerpo. Una ética del viajero anónimo, negado a mínimas prácticas de personalización, empeñado en disimular su paso y resignado, sin embargo, a dejar alguna huella de mugre por ahí. Una ducha cuidadosa y reparadora me habría llevado casi hasta el sueño. Laptop en mano, me echaría a la cama para revisar google maps y, así, verificaría que, en efecto, estaba lejos de mi ciudad (más de 4000 kilómetros), de la cual había salido un día antes. De seguro recordaría el hecho de que había sido un viaje en cuyas escalas apagué mis bostezos con tragos de agua y ojeadas aleatorias a los pocos pero densos libros que cargaba conmigo. Pensaría en la ubicación de Wake Forest University, en la ponencia que tenía que leer al día siguiente en el congreso académico. Ya serían las diez de la noche cuando, cansado y con el pecho frío, en vano buscaría con la mirada, en el techo liso y blanquísimo, alguna hendidura, cierta fisura o mancha que transgrediera ese espacio negado a otros espacios como un microcosmos de la industria turística, hasta que mis ojos se apagaran poco a poco en la quietud del sueño.


                Podría asegurar que, a la mañana siguiente, habría caminado al menos 45 minutos para llegar a Wake Forest University. Tendría que ambular, a veces despistada y a veces atentamente, entre la pasarela fluida de estudiantes de Babcock Residence Hall, que colinda con Reynolds Gymnasium Student, en donde bien podría ver cómo el trato del cuerpo es llevado a niveles ingenieriles: a las ocho de la mañana, la disciplina del ejercicio físico es la génesis funcional de las actividades diarias. Se libera tensión temprano para generarla el resto del día y así el resto de la semana. Cuerpos ligeros, cuerpos musculosos, cuerpos equilibrados, todos entran en esa lógica serial: mover el cuerpo como un destino, como un engranaje ineludible de la vida social. Se trata de construirlo, moldearlo a fin de destruirlo en el estudio, el trabajo o incluso el ocio, aunque el verdadero estudio, trabajo y ocio es el cuerpo ejercitándose. Con artificiosa intelectualización, reflexionaría en el contraste de tal escenario frente al del Benson Hall, donde se realizaría el evento académico. Los profesores e investigadores expondrían en sus ponencias ciertas temáticas literarias y culturales, acaso la idea del cuerpo, del género, de la sexualidad, mas no el cuerpo mismo; su referencia, no su referente; su formulación teórica, no su realización dada. Tendríamos desayuno continental por la mañana y departiríamos cena y vino en la noche de bienvenida. Sin duda yo testificaría en un documento como este la suerte inocua que supone interactuar cordial y hasta sinceramente con los colegas. Acaso algún amable profesor de Wisconsin, algún chair monomaníaco de la latinidad angelramana radicado en Georgia, algún inverosímil profesor monegaleano de Kentucky, alguna teacher assistant lesbiana de Florida, algún olvidable maestro y estudiante de doctorado en cierta universidad del noroeste mexicano cuyo nombre —para evitar protagonismo y sospecha de megalomanía— me es menester omitir aquí…

                Llegada la hora de mi presentación, de seguro habría tomado con mesura y discreción mi botella de agua. El moderador diría mi breve, brevísima, nota curricular. Le agradecería y, como quien espera no ser entendido, leería velozmente mi ponencia. Atendería dos o tres preguntas del escaso público. Se acabaría la sesión y volveríamos después de comer y de pasear por la ciudad, que nos recibiría de manera atenta, aunque con prisa moderna. Sería, pues, un pequeño complejo industrial que conjunta vida universitaria y exportaciones tabacaleras. Aventuraría quizá una descripción de la ciudad. Ahondaría en la personalidad de esta, mas, pretextando su carácter genérico, lo más probable es que me negaría a describir, salvo a decir dos o tres peculiaridades que a nadie interesan. Las sesiones se reanudarían con normalidad, sin contratiempos, con puntualidad alemana, hasta romper el hielo y socializar (es un decir) colegialmente en la cena de bienvenida. Regresaría en taxi al hotel, donde encendería el televisor. Me aburriría con los infomerciales. Se me olvidaría apagar la lámpara blanca que adorna la cómoda donde de reojo había contemplado con esterilizada piedad la Biblia de los Gedeones Internacionales.

                El segundo y tercer día la ducha sería incluso familiar; la ropa sucia estaría ya desordenada en la cama; la maleta, rebosando de abierta; la toalla, envuelta y húmeda. Perdería un poco las formas de la anonimia autoimpuesta. La ruta a la universidad me resultaría ya conocida. Seguiría el saludo ya amable a los jóvenes anfitriones del evento. La revisión ya tediosa del programa de ponencias. La visita solitaria a la librería, la biblioteca, el museo cultural, histórico, antropológico. La tienda de curiosidades locales. La galería. El parque. Las iglesias. La imagen plena de la ciudad. Las fotos que documentarían un viaje en toda su extensión y supuesta profundidad.

                De vuelta al aeropuerto, me aseguraría de traer conmigo mi pasaporte mexicano, que me serviría para tramitar en una máquina expendedora mi pase de abordar. Me formaría en la fila tras un asiático de camisa blanca y maleta Samsonite. A diferencia de los blancos, el asiático no hablaría por celular. Se mostraría lento, pero concentrado en lo suyo: esperar sin más. Llegaría mi turno y obtendría mi pase. Compraría un souvenir aeropuertil para mi familia y/o alguna chica. Abordaría el avión y mis intestinos sufrirían la gravedad a partir de la elevación. El vértigo ya asimilado me haría pensar en la vuelta a casa. Primera escala en Denver y la segunda en Phoenix, donde arribaría al otoño ya más soportable del suroeste. Un autobús de una línea mexicana me cruzaría la frontera y, ya en mi ciudad, un taxi me llevaría al origen, a la terrible y seductora patria: la colonia ley 57.

Y leo en Wikipedia (“Winston-Salem is a city in the U.S. state of North Carolina, with a 2010 population of 229,617. Winston-Salem is the county seat and largest city of Forsyth County and the fourth-largest city in the state”) lo que pudo haber sido, más que una visión mental, toda una experiencia vital. 

Sweet Home Alabama: un indocumentado wannabe


Alabama me recibió con una ley que criminaliza a los indocumentados. “Se acaba de aprobar hoy”, me dijo nervioso Miguel mientras íbamos en su carro rumbo a Fuller Home Mobile Park, un parqueadero que, envuelto en la sinuosidad boscosa de la carretera que une a Auburn con Opelike, alberga por 450 dólares mensuales a unos cuantos hispanos con nombres falsos pero con manos verdaderas con las que, de facto, trabajan para los empresarios horticultores y demás productos y servicios en uno de los estados sureños de USA con un historial abiertamente racista. A Miguel y a Víctor, mexicanos indocumentados, los conocí en el lobby del hotel cuando, por un error en la reservación de mi habitación, me quedé varado en el dilema de pagar más de lo previsto o buscar un hotel más barato.


Llegué a Alabama por tierra, debido a que Auburn –una de tantas pequeñas ciudades universitarias apenas si pobladas por profesores, trabajadores y estudiantes– no cuenta con vuelos comerciales. Llegué por aire a Atlanta, Georgia, en cuyo aeropuerto confieso haber cometido el pecado no menos racista de la estereotipación: al deambular por esos enormes pasillos creí ver –lo juro por el bote mezclero que en mi ciudad traigo como carro– a Michio Kaku. Tuve, en mi fuero interno, la seguridad de que me había topado con el físico y divulgador científico encumbrado hoy como celebridad gracias a History Channel. Amén de sus rasgos asiáticos, era él con su estilizado peinado de largos cabellos canosos y su mirada vivaz. Cámara colgando del cuello, shorts cafés y tenis blancos con calcetines blanquísimos llegando casi a la rodilla, deambulaba como yo entre los souvenirs y la tienda de cambio, despistado y curioso a la vez. A pesar del atuendo vacacional, él lucía todo su espíritu académico y newyorquino que visita por primera vez la América profunda; y yo lucía todo mi azoro de mestizo mexicano que no sabe muy bien cómo llegó a The South. Ya nos alejábamos. Dudé un instante, pero me resolví a hacerlo: “excuse me, sir…” Lentamente volteó a verme, mientras yo pensaba en pedirle que me autografiara una novela de César Aira, un boleto de avión o siquiera una servilleta lonchera. “Are you Michio Kaku? Su mirada se tornó displicente sin llegar a la ira y, levantando su mano derecha para dibujar un golpe de desprecio al aire, siguió su camino. Fui, como se puede leer, poco más que un idiota. Avancé patético hasta la salida, donde esperé por seis horas una shuttle bus que me cruzaría al estado de Alabama. El chofer me pidió 50 dólares en efectivo, pues mi tarjeta había sido rechazada. El karma actúa de maneras misteriosas y a veces relativamente expeditas.

Bajé del autobús y, al hacer la panorámica, sentí una humedad de bosque preinvernal, el aura de una ciudad articulada sobriamente entre la hojarasca y el asfalto. En apariencia no era, pues, una mancha suburbana de white trash y rednecks, como podría esperarse según el odioso estereotipo en que, por idiotismo propio o endilgado, todos caemos. Era de noche y a la mañana siguiente iniciaría el motivo académico de mi viaje: The 61 st. Annual Mountain Interstate Foreign Language Conference (MIFCL, no MILF). En el looby del hotel un amable salvadoreño (y no mara salvatrucha) que se enteró del problema de mi reservación, me dijo en un español estandarizado: “Yo tengo empleados mexicanos que te pueden ayudar a buscar un hotel”. Era el contratista de servicios alimenticios en el hotel de la universidad y me presentó a Miguel y Víctor. No lo esperaba, pero ellos se ofrecieron a hospedarme por tres noches. “Entramos a trabajar a las 10 a.m. y salimos a la 10 p.m. Vivimos en Opelike, que está 10 minutos en carro. Te podemos dar aventón de ida y vuelta aquí a la universidad.” Sonaba bien. Me ahorraría bastante dinero. Acepté.

Pero Miguel y Víctor no pudieron volver al trabajo, por miedo a la aplicación de la recién aprobada ley HB56, la cual faculta a la policía para detener a un automovilista sospechoso de residir ilegalmente en el estado; faculta a la autoridad para multar a quienes den trabajo o renten apartamento a indocumentados, e incluso establece multas para quienes los transporten en su automóvil; asimismo, me facultó a mí para ser, potencialmente, detenido, idea en cierto modo atractiva. Así, indocumentado wannabe, salí de la tráiler y me aventuré a caminar por más de una hora desde Opelike hasta Auburn rumbo a la universidad, en donde por la tarde leería un ensayo frente a un grupo azaroso de profesores y estudiantes de doctorado. Consulté en Google Maps y Google Street View cómo llegar a la universidad. No me perdí, pese a las honduras de la carretera boscosa que me dejó entrever el campo de golf y un aeropuerto privado. Yo llevaba una cámara fotográfica doméstica en extremo, una mochila ni tan nueva ni tan vieja y unos zapatos flexi. Ni turista burgués ni alternativo o bohemio, ni hippie, ni jornalero, sino un atuendo de ciudadano waltmartizado, genérico, que no despertó más que bostezos en los policías.

La monocromía del paisaje se vio interrumpida al pasar por un edificio con un surtidor de agua verde. Me acerqué como quien no ha visto jamás un surtidor más que en poemas, desviándome un poco del recorrido y temiendo invadir propiedad privada. Vi que un hombre abrió la puerta. “Este es paisa” me dije. Nos reconocimos nuestros respectivos nopales. Michoacano (¡qué sorpresa!), jardinero en una empresa de horticultura. Entre las preguntas de su nombre, origen y tiempo en USA, salió el tema de la ley de indocumentados y me dijo: “Nosotros tenemos la culpa… cuando chocamos, huimos… mi patrón me dijo que no me preocupara, nomás con que no maneje… los empresarios se andan moviendo con el gobierno para que se anule.” Me dio un vaso de agua y, tras confirmar si iba por el camino correcto rumbo a Auburn, seguí.


Llegué a la universidad, saludé, me registré, leí mi trabajo, comí. Decidí caminar un rato por la biblioteca, el restaurante, el hotel. Salí a la calle ya de noche para volver al tráiler, confiando en que hallaría fácilmente un taxi. Pero no fue así. Deambulé por 45 minutos hasta que decidí sentarme afuera de una iglesia bautista de estudiantes. Tres jóvenes gringos me preguntaron si podían ayudarme en algo. Llamaron por celular para ver dónde podía encontrar un taxi. Acudí a las calles que me indicaron y nada. La fortuna hizo que me los volviera a encontrar y amablemente se ofrecieron a llevarme a Opelike. Por más que me esforcé en pasar como un indocumentado deportable, no hubo más que buena gente ese y todos los días.


Al salir de Auburn, los mexicanos no aceptaron ni un dólar en retribución por el hospedaje de tres noches. El evento MIFLC fue lo que me esperaba: un paraíso universitario liberal que, aunque abusa de su fraseología (“el gobierno norteamericano es un vil nazi”), se agradece. Es la tendencia de todo académico e intelectual a elevarse respecto a la realpolitik. Un taxista portorriqueño refugiado en Alabama después del 9/11 —traía como pasaje a ejecutivos de Wall Street (“tenía que usal saco y colbata”) para luego llevarme a mí en shorts y gorra— se refirió al gobernador de Alabama como un loco racista; una chofer negra de autobús dijo que en Alabama todos son racistas con todas las razas, es decir, una modalidad de racismo incluyente o, diríamos, a lo parejo. Tal ley y tales hechos refuerzan el lamentable antinorteamericanismo generalizado en América Latina y en el resto del mundo. Como yo no he vivido todo ese ninguneo anidado en el estereotipo y en las miradas oblicuas del otro, bien gustoso volvería en busca de mi sueño mexicano, el sueño de ser deportado de Alabama, where the skies are so blue.

Don de lenguas

Ahí donde hay metáfora, ritmo e imagen, hay también un modelo psíquico, acaso prelógico, de expresión. Como forma peculiar del lenguaje, la poesía no es sino una modelización secundaria (Ingarden), un metalenguaje. Es, en suma, otro lenguaje. Reina de las analogías, la poesía es, no obstante, una estructura de segundo orden. Y como tal por hablar de la poesía moderna—, esta podría ser el principio de equivalencia (Jakobson) de muchos fenómenos. Este es solo uno de ellos.

El fenómeno es conocido tanto en el cristianismo como en algunas otras religiones y vertientes del esoterismo. En occidente se registra en el libro bíblico de Hechos, capítulo 2:
1 Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos.
2 Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados;
3 y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos.
4 Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen.
5 Moraban entonces en Jerusalén judíos, varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo.
6 Y hecho este estruendo, se juntó la multitud; y estaban confusos, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua.
7 Y estaban atónitos y maravillados, diciendo: Mirad, ¿no son galileos todos estos que hablan?
8 ¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido?
9 Partos, medos, elamitas, y los que habitamos en Mesopotamia, en Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia,
10 en Frigia y Panfilia, en Egipto y en las regiones de África más allá de Cirene, y romanos aquí residentes, tanto judíos como prosélitos,
11 cretenses y árabes, les oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios.
12 Y estaban todos atónitos y perplejos, diciéndose unos a otros: ¿Qué quiere decir esto?
13 Mas otros, burlándose, decían: Están llenos de mosto.
Como se describe en el pasaje, el creyente adquiere repentinamente la habilidad de orar en lenguas humanas no aprendidas (xenoglosia) y/o en lenguas angelicales (glosolalia), es decir, “lenguas” incomprensibles para el ser humano. Ante la acusación de embriaguez, el cristianismo primitivo atribuyó tal evento al “bautismo en el Espíritu”, corolario del bautismo en agua de Juan el bautista (Mateo 3:11) y como evidencia de la presencia de Dios en el cuerpo. Son abundantes las referencias neotestamentarias al respecto, aunque los cristianos del primer siglo abandonaron la práctica: Dios, en su modalidad o persona de Espíritu Santo, se volvió más bien un concepto y no tanto un “viento recio” o fuego lingüístico. A la postre, los teólogos cristianos acuñaron las nociones de xenoglosia y glosolalia para describir y entender doctrinalmente el éxtasis del llamado don de lenguas. La dispensación del hablar en lenguas, de los milagros, de las profecías, había acabado. Solo se registra muy esporádicamente ya en la secta de Montano, ya en cierto sector de los cuáqueros.

El don de lenguas no reingresó a las iglesias sino hasta principios del siglo XX con el pentecostalismo (el revival de Azusa Street), que dio a su vez lugar al movimiento carismático, el cual tuvo una cierta influencia tanto en la mayoría de denominaciones del protestantismo histórico (luteranos, anglicanos, presbiterianos, bautistas, metodistas et álii), como en el catolicismo, léase catolicismo renovado o llamado “carismático”.

La respuesta racionalista sugiere que hay un trance hipnótico ligero inducido por la autosugestión; que los que hablan en lenguas buscan una regresión a una especie de balbuceo infantil; que se trata de criptomnesia, una especie de memoria oculta y repentinamente exaltada, noción explicada por el psicoanalista Carl Gustav Jung (Babcox 35).

Para la teoría literaria esto es (o debería ser) irrelevante. Lo interesante es cómo la poesía comporta un lenguaje, un metalenguaje que, por analogía o por extensión, da cuenta de una relación dinámica, si bien sutil, con lo sagrado. Una relación ya muchas veces señalada, aunque de vez en cuando revisitada como se puede ver, por ejemplo, a partir de las vanguardias. (Al respecto puede leerse aquí.) Las vanguardias como un nuevo romanticismo que aspira a una inspiración descentrada, una nueva revelación que reactive, frente al pragmatismo burgués y más allá del decadentismo occidental, las fibras del poeta como un místico que “nada sabe” sino del trance de ser un mero canal de “otra voz”.

A propósito de tal canalización, el poeta y ensayista Octavio Paz explica su experiencia al escribir su monumental poema Piedra de sol:
No tenía plan. No sabía lo que quería. Piedra de sol se inició como un automatismo. Las primeras estrofas las escribía como si literalmente alguien me las dictara. Lo más extraño es que los endecasílabos brotaban naturalmente, y que la sintaxis, y aun la lógica, eran arbitrariamente normales. De pronto sobrevino una interrupción. Había escrito unos treinta versos y no pude seguir. Salí al extranjero por dos semanas (…) y a mi regreso, al releer lo escrito, sentí la necesidad de continuar el texto. Volví a escribir con una extraña facilidad, pero en esta ocasión intenté utilizar la corriente verbal y orientarla un poco. Poco a poco el poema se fue haciendo, me fui dando cuenta hacia dónde iba el texto. Fue un caso de colaboración entre lo que llamamos el inconsciente (y que para mí es la verdadera inspiración), y la conciencia crítica racional. A veces triunfaba la segunda, a veces la inspiración. (Santí 108)
El resultado es claramente un texto a un tiempo medido y libre, adentrado en esa visión compleja entre el ciclo del tiempo mítico y la linealidad de la razón moderna. La relación que tuvo Paz con el surrealismo, dijo él mismo, fue meramente tangencial. No practicó la escritura automática a la manera de André Breton. Sin embargo, cabe señalar ese substrato psíquico-lingüístico que busca la consecución de sonidos, vocablos, más que de temas y sentidos referenciales. Algo así como una respiración vital que construye una
“mantrificación” en el alma del poeta, al mismo tiempo que obnubila los contenidos del poema, le presta un significado mayor: el de ser un conjunto de sonidos casi asignificantes, como una oración que transforma el hombre que la recita o lee y, así, la reescribe, más y más inserto en un timing recurrente. Un ritual verbal interno a los significados, de iniciación a una dimensión tanto poética como religiosa. (Costa 90)
Una poesía que es asimismo una vía de acceso, una invocación ciega a la nada concreta de la página en blanco. Ahí donde el lenguaje referencial, la sintaxis lógica y la semántica son suspendidos, descentrados, o, más aun, violados, ahí queda sin embargo una estructura inmarcesible. Así como la gracia irresistible de san Agustín, el lenguaje es ya un don irresistible que hemos configurado incluso para clausularlo como en la figura de Vicente Huidobro, un vanguardista anterior a Paz, quien plantea un agotamiento de las referencias semánticas en el canto VII, al final de su poema Altazor:
Al aia aia
ia ia ia aia ui
Tralalí
Lali lalá
Aruaru
urulario
Lalilá
Rimbibolam lam lam
Uiaya zollonario
lalilá
Monlutrella monluztrella
lalolú
Montresol y mandotrina
Ai ai
Montesur en lasurido
Montesol
Lusponsedo solinario
Aururaro ulisamento lalilá
Ylarca murllonía
Hormajauma marijauda
Mitradente
Mitrapausa
Mitralonga
Matrisola
matriola
Olamina olasica lalilá
Isonauta
Olandera uruaro
Ia ia campanuso compasedo
Tralalá
Aí ai mareciente y eternauta
Redontella tallerendo lucenario
Ia ia
Laribamba
Larimbambamplanerella
Laribambamositerella
Leiramombaririlanla
lirilam
Ai i a
Temporía
Ai ai aia
Ululayu
lulayu
layu yu
Ululayu
ulayu
ayu yu
Lunatando
Sensorida e infimento
Ululayo ululamento
Plegasuena
Cantasorio ululaciente
Oraneva yu yu yo
Tempovío
Infilero e infinauta zurrosía
Jaurinario ururayú
Montañendo oraranía
Arorasía ululacente
Semperiva
ivarisa tarirá
Campanudio lalalí
Auriciento auronida
Lalalí
Io ia
iiio
Ai a i a a i i i i o ia
Si, como quería Huidobro, el poeta es un pequeño Dios, un creador, entonces ese don de lenguas otrora sagrado y ritual se ha desprendido de un núcleo simbólico para multiplicarse según la vocación retórica de cada sujeto lírico. En algún punto de la conciencia occidental el don de lenguas se ha vuelto un ejercicio centrífugo sin renunciar por ello a su carácter enunciativo, que dice sin decir, que dice más bien lo que alude y que refleja como una intermitencia entre la pulsión de conciencia e inconsciencia— un fluido sin fuente (el lenguaje es demiurgo a la vez que creación) y que impide, sin embargo, renunciar a lo inefable.

Obras citadas


Babcox, Neil. En busca de la realidad carismática. Puebla: Ediciones las Américas, 1987.
Santí, Enrico Mario. El acto de las palabras. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1997.
Costa, Horácio. “Piedra de sol: el título”. Cuadernos Americanos 26 (1991): 83-97.
Huidobro, Vicente. Altazor o el viaje en paracaídas. 2da. edición. Madrid: Petrópolis, 2010.