Archives: julio 2005

Narcisismos





Mis retratos manieristas

El fin de la política

Vivimos tiempos curiosos. Mi generación -que es la de la segunda mitad del siglo XX- es conocida como la generación de la crisis. Una crisis generacional y generalizada en diferentes campos: arte y medios, política y sociedad, economía y negocios, etc. Son los tiempos cuyo prefijo por excelencia es el post. Vivimos en la llamada postmodernidad, un momento de nuestra historia que supone un descreimiento respecto al tiempo que le ha precedido: la modernidad, la tradición, el orden y el progreso. Los países de primer mundo, en todo su avance material y sofisticación, experimentan hoy esa crisis.
No obstante, México, y con él toda Latinoamérica, llega tarde a la historia. Cuando los teóricos norteamericanos (y algunos europeos) pregonan el fin de la historia, en nuestros países aún lidiamos con métodos y estrategias premodernas de acceder y ejercer el poder. Son curiosos nuestros tiempos: desde nuestro premodernidad hasta su postmodernidad. Son las crisis, con o sin modernidad.
De ahí a que la política como práctica social y vocación esté, por ende, también en crisis. Tal vez nosotros llegamos de distintas maneras a ese punto posmoderno: el descreimiento. No creemos, por instinto filosófico, en comunicados ni declaraciones de prensa, en informes judiciales o en promesas de campaña.
El fin de la locura (1996) del escritor mexicano Jorge Volpi, quien fuera diplomático en Francia durante el sexenio de Ernesto Zedillo, es una novela que explora la caída en los supuestos revolucionarios de la izquierda revolucionaria. El autor relata cómo la crisis de conciencia ideológica lleva a la caída moral y de credibilidad frente a la sociedad. Aterrizando el planteamiento de la novela a nuestro contexto inmediato, el caso del fin de la política y la historia se antoja como el de una transición.
Para bien o para mal, los partidos y los políticos existen. Son quienes deberían responsablemente estar conscientes del momento histórico que nos tocó vivir, pues no vivimos en un vacío tercermundista, sino en el traspatio del primer mundo. Sean revolucionarios o reaccionarios, los supuestos ideológicos y las líneas de poder tienen que abrirse: la realidad es más compleja que los estrechos paradigmas de la ideología. Presumiblemente, estamos ante el fin de las ideologías. O mejor dicho: el inicio de otras. El fin de la política coincide lógicamente con el auge del capitalismo. La coerción del Estado frente a las fuerzas impersonales del mercado. Asimismo, el fenómeno de la comunicación global implica necesariamente un reentendimiento de nuestra situación local frente al mundo. Tal vez en ese reentendimiento la política no llegue a su fin, pero sí cambie radicalmente para bien.

El temperamento melancólico


La bilis negra produce, según la teoría griega clásica de Hipócrates, el temperamento melancólico: frío, seco, de elemento tierra, de estación otoño y planeta Saturno. Es, según la historia de las ideas, el temperamento del artista, el pensador, el filósofo, el intelectual, el escritor. Pesimista y profundo, al melancólico lo inunda permanentemente una vaga tristeza recurrente y un sentimiento de culpa
El grabador alemán Albrecht Dürer (1471-1528), todo un maestro del Renacimiento, ilustra en su Melencolia I algo del genio y virtud intelectual en un mundo atroz, inacabado y triste. La novela del escritor mexicano Jorge Volpi, El temperamento melancólico (1996), es motivada, de alguna manera, por este principio clásico: el melancólico es el personaje literario por excelencia.
En materia estrictamente psicológica, la teoría humoral es obscurantista y arcaica. Se oponen a ella el psicoanálisis y el conductismo. Sin embargo -como creemos saber- la historia, madre de la verdad, no es lineal

La patria entre la mierda


Sergio Witz Rodríguez, un poeta del estado de Campeche, fue procesado judicialmente, con base en el artículo 91 del Código Penal Federal, por escribir y publicar el citado poema, que lleva por título “Invitación”. Acusado de “ultraje a las insignias nacionales”, Witz estuvo a punto de pasar de seis meses a cuatros años en prisión por el hecho de afirmar, en un tono desenfadado y antisolemne, que la bandera le servía –según comentaban los periódicos en su momento- de papel higiénico.
Yo me seco el orín en la bandera
de mi país,
ese trapo sobre el que se acuestan
los perros y que nada representa,
salvo tres colores y un águila
que me producen un vómito nacionalista
o tal vez un verso
lopezvelardiano
de cuya influencia estoy lejos,
yo, natural de esta tierra,
me limpio el culo con la bandera
y los invito a hacer lo mismo:
verán a la patria entre la mierda de un poeta.

Más allá de sus logros literarios, el poema sirvió para lanzar a la escena nacional el debate de la libertad de expresión. Al parecer, el debate se dejó, mas no se ha superado del todo. Todavía hace dos años, José R. Cossío Daíaz y Juan N. Silva Meza publicaron un artículo ("Libertad de expresión y símbolos patrios", Letras Libres, Año III, número 85) en donde aducen sobre el absurdo del proceso contra el poeta campechano.

Como antecedente, el poeta consagrado José Emilio Pacheco escribe en 1969 un poema titulado “Alta traición”, cuyo contenido resulta en cierta similitud con el de Witz, aunque de una forma más mesurada:
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques, desiertos, fortalezas,
una ciudad desecha, gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.
¿Qué hay en el fondo de estos dos ejemplos? Acaso una reformulación del sentimiento patriótico, tan caro en la vida formativa del país. Los honores patrios, es decir, el juramento a la bandera y la entonación del himno nacional, son ese espacio clausurado por la ceremonia, el rito y la veneración laica de un dios al que se le ha llamado patria.
 
Como muchas de las actitudes mexicanas, nuestro patriotismo es hipócrita. Criticamos, por ejemplo, la efusión religiosa con que los norteamericanos defienden su territorio o sus leyes y, sin embargo, la bandera estadounidense, símbolo de su nación, puede verse en camisetas, gorras y demás productos, al grado de la banalización sin que a nadie le importe un comino. Por nuestra parte, en México portar el lábaro patrio es más sagrado, o sea, más peligroso que traer un crucifijo, aunque eso no implique necesariamente mayor lealtad a la legalidad. De ahí que históricamente se entiende a la patria no como un territorio, ni como a cien millones de personas, sino como un mero símbolo, un concepto puro en el que, al parecer, no hay cabida para la contaminación con la realidad concreta de las actitudes y los vicios.

Que la patria sea el icono representativo de la nación, impide que se voltee la mirada para ver que Witz acaso sólo nos invitaba a hacer lo que, de antemano, sabemos que es moneda corriente. Que nuestro patriotismo raye en una religión secular y por decreto constitucional, impide ver que José Emilio Pacheco parece apelar a la realidad real (y no a la realidad ritual) y afirmar que aquélla quizá sea más importante que un trapo o un concepto inasible.

Una canción llorona y existencial


He estado buscando y no he encontrado el autor de este bolero cortavenas. Me recuerda al romance "Que no quiero verla" de Federico García Lorca, pero con una llaneza al estilo de Jaime Sabines. Me encanta la única versión que escuchado en la voz de Lalo Mora y la vieja alineación de Los Invasores de Nuevo León. A llorar se ha dicho:

Derrotado corazón


Que nadie cruce la puerta de mi derrota.
Que nadie tenga consuelo para mi pena.
Que a solas tomo del vino de la tristeza.
No quiero saber de nadie que me conduela.
Que todos me den la espalda como hace tiempo.
Que nadie quiera curar lo que me hirieron.
Que nadie sepa de mí.
Que a solas con mi sufrir, me voy a olvidar del mundo, tambien de ti.

Vas derrotado, corazón, vas derrotado por un cariño de mala entraña.
Vas derrotado, corazón, vas derrotado pero mañana encontrarás tu gran amor.