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Cachorro del Imperio


Salí de la Ley 57* rumbo al centro de operaciones del Imperio. Ante la pregunta de un vecino que me vio salir con maleta y maletín, sólo contesté en tono coloquial: “Al gabacho”**. Unos meses antes había enviado el resumen de mi ponencia a los organizadores del XXXVIII Congreso Internacional Independencias: memoria y futuro. La sede de este año sería Georgetown University, en Washington DC. No estaba muy esperanzado en que fueran a aceptar mi trabajo: a) no estoy afiliado al Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, que, desde 1939, publica la Revista Iberoamericana; b) debido a nuestras cursilerías nacionalistas, el tema sería las independencias latinoamericanas y mi propuesta era un análisis cuasiformalista de Piedra de sol de Octavio Paz. Realizado cada dos años a lo largo y ancho de las Américas, este evento no sería la excepción. La multitud de latinoamericanistas se apresuraría, supongo, a enviar sus ponencias sesudas cuanto comprometidas con tal remembranza continental. Con todo, y para mi sorpresa, mi propuesta fue aceptada. Desde ese momento inicié la ruta crítica de los preparativos, hasta que saliendo de mi casa sentí que me olvidaba algo: persignarme. Pero a la vez recordé que mi tradición religiosa no era la católica sino la protestante, herencia del Imperio. Fui a la cocina, donde mi mamá, después de darme los dos sándwiches que había preparado para mí, hizo, cerrados los ojos, una oración en voz alta por mí y por mi viaje. Nunca se sabe los peligros a los que uno se expone: una bala perdida del narco, un avionazo, un disco de Joaquín Sabina, etc.

Si hay algo desolado, eso son los aeropuertos durante la madrugada. Dan la sensación, como se dice, de que han pasado los apaches. Es, sin embargo, una desolación ordenada, tecnificada, dispuesta en un orden que promueve la eficaz movilidad del ciudadano. Es ahí, en un paisaje desolador como el del aeropuerto de Tucson (AZ), donde, haciendo a un lado los códigos no escritos por la civilidad, pude dormitar y comer uno de mis benditos o bendecidos sándwiches. Semiacostado, padeciendo la irrealidad de un cuerpo desvelado, pensaba yo en las posibilidades de la vigilia, el hastío, la angustia domesticada, hasta que llegó el momento del paroxismo: el pase de abordar, la revisión, la ID, los rayos X sobre el equipaje, la mirada vigilante de los oficiales de seguridad, la pasarela de los pilotos y las azafatas con sus maletas idénticas y sus uniformes impecablemente planchados, antes de emprender el vuelo.

La escala sería en Houston (TX), aeropuerto George Bush, en cuyas enormes salas de espera se dejaría ver, ya no la desolación, sino la viva multitud cotidiana, prendida de su celular, ensimismada en la lectura de una novela rosa o un thriller, conectada al wireless, distraída abúlicamente con el diario local. Todos, niños, jóvenes o viejos, haciendo algo mientras esperaban. La salas de espera son un estado de confort, un confort que, no obstante, colinda con el tedio. Ni confortado ni en el tedio, yo, por mi parte, esperaba mientras esperaba. Y así, esperaba esperando cuando llega la hora de subir al segundo avión de mi viaje. “Mechanical problems” alcancé a distinguir del distorsionado sonido de la cabina de mando. Inmediatamente el piloto nos giró instrucciones para que descendiéramos. La tripulación, civilizada y como acostumbrada a semejantes hechos imprevistos, empezó a bajar su equipaje y a desalojar el avión. Me uní al pasillo mesurado de viajeros; me uní fingiendo familiaridad con tal incidente, para después pensar que esas cosas lo hacen a uno pensar. Y lentamente, mientras aguardábamos una hora para que nos cambiaran de avión, me puse a comerme mi otro sándwich.

Tuve suerte de que el aeropuerto Ronald Reagan no se hallara muy lejos de la universidad. Rostro desfigurado y pelo grasoso por tanto viaje, bajé del avión, atravesé todo el aeropuerto con el Crucificado en la boca por el miedo a ser interpelado como a indocumentado salvadoreño; tomé un taxi cuyo conductor era un jamaiquino con un inglés rarísimo que, como los demás taxistas que conocí (haitianos, somalíes, sudaneses), no paró de hablar por celular –manos libres, por supuesto. Tuve, además, la suerte de alojarme, por una cuota baratísima, en la misma universidad, en una de tantas residencias que ofrece Georgetown a sus estudiantes. Al llegar a ésta, asomándome por la ventana del taxi, me hallé a mí mismo despistado y atolondrado por el orden estético de las calles y los edificios del campus, en donde ya había un grupo de estudiantes de pregrado sentados ante una mesa, recibiendo a los ponentes del congreso que habrían de hospedarse: tomé mis llaves y mi tarjeta de acceso, subí por el elevador y, siendo las 9 de la noche, me quedé dormido mientras divagaba sobre el ritual de cordialidad que me aguardaba el día de mañana, cuando tenía que acudir a la mesa de registro y tanto formal como realmente comprobar que, como más de 250 ponentes, había llegado vivo a ese mecanismo de validación académica que con bastante pompa se designa con el término congreso.

Comida en libras en el restaurante buffet Epicurean. Mi desayuno pesó el equivalente a 8 dólares, de los cuales consumí tal vez sólo 5. La cajera salvadoreña que me atendió se extrañó de que yo fuera mexicano: mi acento y mi tez pálida-amarilla. Lo tomé con cierto alivio, no por racismo o desarraigo de mi parte. No. Que se entienda: mi patria son dos caderas amplias y punto. Comí como quien oye llover: sin pensar, viendo lo que como, oyendo lo que como. Terminando, apresurado, me registré y confirmé en el programa que mi ponencia ocupaba un lugar en la última mesa del evento. Era miércoles y me tocaría leer hasta el sábado a las 13: 00 P.M. Mi mesa de presentación y discusión estaba enteramente dedicada a Octavio Paz. Ya conocía a los colegas que participarían antes y después de mí: también mexicanos, también pazianos, también por primera vez en el evento de IILI. Eché una ojeada al programa, que abundaba en ponencias sobre Roberto Bolaño, literatura colonial y decimonónica. No hubo tantos estudios de género-lésbico-queer-esquimales y demás anal studies, como se podría esperar. La tradición de IILI y la Revista Iberoamericana siempre ha estado más vinculada a los estudios sociologizantes y de cierta izquierda medianamente conservadora, y no tanto a las modas académicas californianas y de supuesta avanzada. Sólo eso explica cómo Gerald Martin, el primer conferencista especial al final de la primera jornada y autor de una biografía de García Márquez que Enrique Krauze criticó fuertemente, sólo se dedicó a proclamar su condición de dinosaurio. Sardónico, textualmente dijo “soy un dinosaurio”, en alusión al reciente libro de Jorge Volpi (El insomnio de Bolívar), para quien la idea de Latinoamérica, la idea de una literatura latinoamericana no es sino una idea romántica, una quimera política. Eso irritó a Martin, quien sólo se dedicó a citar a Volpi, sin argumentar nada, como un viejo que regaña a un joven desarraigado y parricida, más preocupado por mantener el regaño que por la refutación de las ideas. Y es que para el autor inglés, Latinoamérica es el realismo mágico, su literatura es García Márquez, Rulfo, etc. Y ante eso, hay que insistir, hay que promover la unidad. Que no le muevan el esquema. Para él, inglés, blanco, moderno y políticamente correcto y decente, Latinoamérica es una y así debe seguir mientras el mundo sea mundo, frente al enemigo imperial, de quien (ups!) recibe un sueldo por sus servicios en University of Pittsburgh. Al parecer, el neocolonialismo nos quiere unidos. Aludió también a Walter Mignolo, con quien tampoco coincidió, pero de quien no se ocupó, pues éste es bastante académico y, como nadie lo lee, no es un peligro para el latinoamericanismo (cito de memoria). Quién fuera vaca sagrada para decir impunemente semejantes sandeces sin temor a ser condenado al ostracismo.

Por otra parte, la conferencia especial del día siguiente no fue mala. Pero hubiera sido adecuado que la profesora de Berkeley (que no recuerdo su nombre) hubiera dicho “esto es baudrillardiano, esto es foucaultiano”, de la misma manera en que dijo “esto es deleuziano”. Después de tal conferencia, se llegó la hora de la invitación: Mauro Vieira, embaixador do Brasil, tem o prazer de convidar Luís Alberto Lopes Soto para coquetel, dia 9 de junho de 2010, ás 19: 30. Ambigús y champagne (alcohol y gas). Así, balanceando mi día, me especialicé en generalidades y llegó la noche, hora de las malas intenciones, pero pocas oportunidades, hora en que nadie fumó mota ni se alocó.

El resto de los días fueron casi iguales, excepto por la visita guiada a la división hispánica de la Biblioteca del Congreso y sus alrededores: Capitolio, Monumento a Lincoln, Obelisco a Washington y, para variar, Casa Blanca. Cuando uno viaja en plan de turismo académico, no se es ni turista ni académico, pero al menos esa zona anfibia (como la orilla del mar, que no es agua ni arena en un poema de Gorostiza) tiene un efecto mórbido: el contexto artificial de los congresos, que no da pie a la generación de una verdadera amistad, es un espacio vacío, efímero y, por lo mismo, libre de todo peso, dispuesto para conocer aspectos de uno mismo, o para construir conductas nuevas. Yo, por ejemplo, en una insólita noche de antro en compañía de algunos colegas, casi bailo salsa. ¿Habrá algo más mórbido que eso? (Nota: no hay fotos, o eso espero.)

Los últimos serán siempre los últimos. Mi ponencia fue una de las últimas, sólo anterior a una mesa redonda de conclusiones del congreso. Como suele ocurrir, poca asistencia y algo de discusión. Era la primera vez que presentaba mi trabajo de tesis de maestría en forma de ponencia. Leí –salteándome varias partes— 7 cuartillas a espacio sencillo, y apuntando con mi dedo índice de la mano izquierda las dos diapositivas que llevaba preparadas. Fin del tema.

Sábado a las 4 de la tarde y mi avión salía hasta el domingo a las 6 de la mañana. Tenía todavía algunas horas para más o menos conocer algo de la ciudad. Un alma caritativa me conminó a acompañarla durante toda la tarde y en compañía de los anfitriones y demás estudiantes de doctorado de Georgetown fuimos a cenar, no sándwiches, sino comida marroquí. Tenía la idea de que Washington DC era una ciudad meramente administrativa, burocrática, pero al parecer es una ciudad con una vida nocturna bastante intensa. Georgetown se ubica en una zona carísima, nido de yuppies, congresistas y embajadores. Siempre como un outsider morboso, conocí un poco de lo que ignoro en mi rancho: algunos bares, algunos antros. La comunidad homosexual celebraba su Gay Parade y, de hecho, todavía celebraba la reciente aprobación del matrimonio homosexual. Demasiados chicos innecesariamente en tanga y algunas lesbianas se paseaban por la calle repartiendo collares a los transeúntes. A mí no me dieron (ni collares, ni nada, eh). El matrimonio homosexual fomentará el turismo, como lo dijo Marcelo Ebrard. A las 2 de la mañana me fui a dormir al aeropuerto y a esperar mi avión.

De nuevo escala en Houston. Despegamos rumbo a Tucson y, después de casi media hora en el aire, el piloto anunció que regresaríamos al aeropuerto en Houston y que ahí resolverían cualquier pregunta. Previendo una situación de pánico, supongo, la aerolínea no informó cuál era el motivo del regreso. Pero sí, de nuevo fallas mecánicas. Estas cosas lo hacen a uno pensar. Yo pensé en los sándwiches de mi mamá, pues aún traía el empaque en mi maleta. Ya en tierra, y a salvo, esperamos media hora para que la falla fuera mitigada. “Death, be not proud.” (John Donne)

Lo malo de los viajes son la ropa sucia y la memoria rota. Pero yo llegué a México, sabiendo que la cultura de la prevención norteamericana y las oraciones de mi mamá me habían salvado la vida. Llegué enajenado, cínico y feliz de ser un cachorro del Imperio.





*Barrio de los llamados “populares” de la ciudad de Hermosillo, Sonora, México.
**La cuarta acepción de la RAE define gabacho como despectivo de lo francés. Sin embargo, en el dialecto del español-mexicano-sonorense, lo gabacho es un adjetivo para designar a lo norteamericano. Lo gabacho es, pues, lo gringo. Así, también, es común escuchar que la gente se refiera a los Estados Unidos, en tanto que entidad política y espacio geográfico, como “El gabacho”, es decir, como sustantivo, como nombre propio.