Archives: mayo 2005

Sören el angustioso (cuento)

Despues de escribir su Concepto de la angustia, dejó la pluma, se desabotonó la camisa, y se acostó en la cama. Boca arriba y con la mano abierta sobre el pecho, no lograba percibir su vaivén respiratorio; el subibaja estomacal se mostraba casi inmóvil. Fue entonces que Sören, melancólico y diáfano consigo, se dijo:

Anoche fui a una fiesta. Todos admiraban mi personalidad y mi sobriedad. Estaban de acuerdo en que era el más agradable, por lo que supe que me encontraba de sobra en ese lugar. Regresé a mi departamento.
Se levantó al sentir alacranes en la sábana. Los buscó: nada. Oyó ruidos. Caminos hacia la ventana. Se asomó a la calle: nadie. Intentó gritar a un transeúnte. Sólo se le ocurrió la palabra nada. No salió ningún sonido de boca, ya seca. Bebió agua directamente de una jarra, chorreándose hasta llegar a su ombligo. Pensó: "Oh, devenir que invades mi espíritu, tu camino es el abismo terrenal de..." Y no dijo más nada.
No fue necesario un leve mareo para recordarle que seguía existiendo: la existencia inundaba sus tuétanos y le impedía contemplar más allá de ella. Perdido en su angustia, el laberinto de buscarse sin encontrarse y de encontrarse sin buscarse, círculo nauseabundo, le llegó la noche. Su espíritu era un gemido indescifrable. Se acercó de nuevo a la ventana. Miró al cielo: nada, vacío. Miró dentro de sí: y nada, vacío. Cerró la ventana y, con pistola en mano, Sören pensó en volarse los sesos.


Fabulosos ochentas: STRYPER
Tres décadas de metal en torno a la cruz

Más de la Pasión

Más que en otras corrientes y manifestaciones del cristianismo, específicamente en el mundo católico es donde la muerte (aún sobre las enseñanzas y resurrección) de Jesús de Nazareth, es decir, el sacrificio expiatorio, resalta y cobra presencia litúrgica en su culto. La misa es la re-crucifixión perpetua. Los diversos Cristos ensangrentados que pueblan las parroquias y catedrales católicas evidencian esta afirmación. La muerte, anhelo de vida, es también sed de amor. La sangre, sin cuyo derramamiento no hay perdón de pecados, se nos presenta -como en las pinturas medievales- ahora en la sugerencia carmesí a veinticuatro imágenes por segundo. El apóstol Pablo afirma que "la fe es por el oír" (Ro. 10:17). Aquí, en nuestro caso inmediato y posmoderno, la fe ha venido por el ver. La imagen ha substituido parsimoniosamente a la palabra. Esta revisión mediata de la transmisión de la "palabra de Dios" constituye un fenómeno coyuntural. Resulta más asequible contemplar –con toda literalidad- el estímulo piadoso de la fe que asirlo en el documento textual clásico: la Biblia.
Mel Gibson es un cristiano. Perteneciente a una rama católica que niega la autoridad papal desde el Concilio Vaticano Segundo, Gibson se propuso recrear los instantes cruciales de la muerte de Jesús de Nazareth. Aun más, quiso representar un dramatismo religioso. Así pues, apeló a la fe de millones. Lo primero que se me viene a la mente cuando sé que voy a ver una película hablada en arameo y latín, es que me dispongo a observar una representación historicista o hasta naturalista. Una vez vista ésta, sí y no es la respuesta. Si por naturalismo entendemos vivacidad y crudeza, sí; por otra parte, si entendemos naturalismo por naturaleza desinteresada, no. Toda obra de arte está, desde su origen, focalizada. Hay quien diga, viciada.
Mel Gibson, que cautivó a todos en el filme épico Corazón valiente, y consciente de ello, ha creado en la Pasión una obra cinematográfica de drama religioso profundamente lírico. Impregnada de fe y una muy leve dosis de doctrina, tal película tiene la particularidad de conmover emotivamente al creyente y al no creyente. Con un matiz solemne que llega a un plano devocional y meditativo, este via crucis cristológico suscita hoy un debate acerca de la naturaleza de la maldad y la virtud... Hemos visto la esencia y/o existencia mortal curtida en facciones por el poder político (Roma), el fanatismo religioso (Israel), cuyo corolario es la voluntad trascendente del Padre: redimir a la humanidad.
La pasión de Cristo, cuyo filme es, sin duda, la pasión religiosa de Gibson, aparte de los desmayos y las dos muertes que por el impacto de las imágenes se han registrado, ha suscitado severas críticas en México. (Algunos sugieren que la clasificación C otorgada a la Pasión es la venganza tardía por la prohibición de La última tentación de Cristo, que "casualmente" en este año 2004 está siendo proyectada en cines públicos y medios universitarios.) Sabemos ya del caso norteamericano en el supuesto germen antisemita, etc. La izquierda anticlericalista y cierto sector académico ha levantado su dedo erguido. El experto en Nuevo Testamento Ernesto de la Peña escribió en Proceso, sin dejar de recomendarla, frases como "rudeza innecesaria" en su comentario a la película. Se le objeta a Gibson no explicar el contexto histórico-social desarrollado para justificar los hechos macabros que desembocan en la crucifixión. Es decir, se le pide naturalismo en ese sentido. Algunos sujetos quieren ir al cine para aprender historia. Otros, a renovar sus votos abandonados y otros sólo para alcanzar una especie de catarsis psicoprofiláctica y domesticada. Lo cierto: es una película cristiana. Es específicamente católica, pues hay una constante orientación a mostrar el aspecto heroico de María, el cual raya en la devoción.
Como universal y concreta, la lógica supuesta en la versión propia de Gibson se envuelve desde el estoicismo humano y el determinismo divino. Y entre esos dos elementos no necesariamente opuestos, somos testigos de una brecha extática, un espasmo vivaz e incandescente. Clasificar a Jesús como un mero héroe, a la manera de Willliam Wallace, no hace justicia a nadie, ni a los más escépticos del cristianismo. Lord Byron, ese romántico iluminado, dijo: "Si alguna vez Dios se hizo hombre, o el hombre fue Dios, ése fue sin duda Jesús." La fe piadosa es irrefutable por intransferible e instintiva. Lo que los críticos no le perdonan a Gibson es su osadía histórica, o porque creen que el mundo -a estas alturas bélicas- es insalvable. Sin embargo, es tal fundamento la piedra angular de una civilización: Dios traspasó el umbral del espacio-tiempo. El dilema teológico del Dios-hombre resulta magistralmente acotado en una visión filosófica y poética que cuestiona nuestra más recónditas certezas y bases racionalistas. Que Dios actuó en la historia y se reveló en Palestina y que se ha conocido a este acto como el "particularismo judío", es el valor sine quanon de la fe cristiana, la dimensión sobresaliente respecto a otras fes y credos. Ser pecador, es decir, haber nacido, es nuestra falta. "...la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos" (1 Co. 15:21). Entender que la búsqueda humana y finita del sentido consiste en escudriñar nuestra naturaleza, tal vez ayude a explicar por qué –sea por el oír o por el ver- la historia de la Pasión no es la historia del prejuicio antisemita, pues figura en ella el más grande semita.

Un apostol, de José de Ribera



Un apóstol, del español José de Ribera (1591-1652), alumno de Caravaggio y conocido por la Italia del siglo diecisiete como el "spagnoletto", es el nombre de esa bella obra. Una muestra de barroco y/o claroscuro como técnica artística y como visión de mundo.

El laberinto de la soledad: México y otros extremos

En 1950 -exactamente en el cenit cronológico y cultural del siglo XX- Octavio Paz (1914-1998) publica El laberinto de la soledad, el ensayo más importante del pensamiento contemporáneo mexicano. Y en 1990 Paz es galardonado con el Premio Nobel de Literatura siendo, para ese entonces, su obra literaria tan vasta como profunda: Libertad bajo palabra (1958), Salamandra (1962), Ladera Este (1969) y Vuelta (1976) en poesía; y El arco y la lira (1956), Las peras del olmo (1957), Puertas al campo (1966), Corriente alterna (1967), Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo (1967), Marcel Duchamp o el castillo de la pureza (1968), entre muchas otras más, en el género de ensayo. Sin embargo, es su libro representativo el que lo revela como un pensador e intelectual nacional de vista inquisitiva, pues examina con gran sutileza y transparencia la historia cultural y condición existencial de un pueblo, una tradición, un alma: México.
Su análisis, lejano al rigor historicista, nos lleva de la mano a pasar revista a los principales eventos que han esculpido el rostro nacional: Conquista, Colonia, Independencia y Revolución. Sin ningún afán y/o metodología sociológica o psicológica, la historia de México es presentada aquí en una prosa fluida y a su vez parsimoniosa. Es, sin duda, una intención de desnudar la imagen de la mexicanidad a través del despliegue sugerente en mitos, paradigmas e imaginarios. El personaje por antonomasia en este Laberinto: el mexicano como objeto vs. sujeto histórico, es decir, como ser cuya configuración primigenia y última es la de una contradicción, en el contexto de un ambiente vivaz y suspendido entre dioses insaciables, poderes, fuerzas contrarias y voces petrificadas provenientes de Quetzalcóatl, Cortés y la Malinche, madre de todos los mexicanos. Todo en el marco asistemático (mas, sin lugar a dudas, sumamente coherente) de la visión poética que se aproxima a la sólida crítica moral y política.
"El pachuco y otros extremos", capítulo que da inicio al libro, ofrece una perspectiva dialéctica que expresa las diferencias subyacentes entre norteamericano y mexicano. Democracia, Capitalismo, Revolución Industrial frente a Contrarreforma, Monopolio y Feudalismo, no significan, para el autor mexicano, elementos que sólo reflejen un sistema de producción en la creación de cultura. Es decir, las diferencias son aún más profundas, trascendentes y complejas. No obstante, la soledad es su punto de encuentro. El pachuco, una salida extrema a la orfandad, es un extremo de la mexicanidad frente al medio social indiferente o adverso. Asimismo, tal orfandad se pone de manifiesto en "Los hijos de la Malinche", en donde con ira desatada vanamente se intenta resolver el sentimiento y condición de soledad. Negando, pisoteando, "chingando" al otro, el mexicano, según Paz, se afirma para sobrevivir. De ahí sus "Máscaras mexicanas" entre gesticulaciones, simulaciones y expresiones colectivas. Avivados en festividades y rituales, en plazas y panteones, el mexicano reza, grita, come y se emborracha, pues, como se lee en el capítulo "Todos Santos. Día de muertos": "cualquier pretexto es bueno para interrumpir la marcha del tiempo y celebrar hombres y acontecimientos.
"Conquista y Colonia", "De la Independencia a la Revolución", "La 'inteligencia' mexicana" y "Nuestros días", capítulos más bien episódicos y claves de la historia de México, denotan cierta redefinición de los presupuestos filosóficos que tejen aún la identidad del mexicano y sus mitos, pues participan en ellos los principales actores de la vida nacional, cuya plataforma es la vida intra-histórica del ser contradictorio significado en el mexicano. Todo esto viene y desemboca en lo que, efectivamente, el autor ha titulado "Apéndice. La dialéctica de la soledad", el cual es un oportuno pretexto para explorar las honduras de la condición existencial de orfandad a la atmósfera universal contemporánea: "La soledad, el sentirse y saberse solo, desprendido del mundo y ajeno a sí mismo, no es característica exclusiva del mexicano". (Ibíd., 211). Soledad y, al reverso, comunión. Instantes de soledad e instantes de comunión. He allí la lógica universal de los hombres y los pueblos. Y termina su ensayo relajándose y desplayándose en una disquisición filosófica acerca de las experiencias esenciales del ser humano: nacer, amar, morir.
Reaccionando ante el positivismo y el idealismo, el autor ubica al mexicano (y al ser humano en la generalidad) como un ser irreducible de la historia: el hombre no hace la historia ni es producto de ella, sino que él mismo está constituido inmanentemente como ser histórico, cambiante y modificado por las circunstancias, pero siempre mismo en su esencia. Siempre en vuelta, su perspectiva, sintética e integral, hace de Octavio Paz un pensador mesurado y original. Poseedor de una amplia y bastísima cultura, significa para México la intervención en el universo contemporáneo de las ideas y las corrientes filosóficas en boga. Su hincapié es el de una escritura ensayística asimilando un balance dialéctico como motor semántico y como forma discursiva. La historia, para el contemporáneo, ha dejado de ser una linealidad para ser una vivacidad.
El laberinto de la soledad figura, a más de cincuenta años de su publicación, como un clásico que significa la inserción de una voz que unifica la complejidad simbolizada en el pasado e identidad de un país. La inserción de México a la modernidad es, en la visión de Octavio Paz, la vida adolescente como etapa de transición, la cual le sirve de gran metáfora viviente y ansiada realidad. "La Historia universal es ya tarea común. Y nuestro laberinto, el de todos los hombres" (Ibíd., 187); "Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres." (Ibíd., 210).