Sweet Home Alabama: un indocumentado wannabe


Alabama me recibió con una ley que criminaliza a los indocumentados. “Se acaba de aprobar hoy”, me dijo nervioso Miguel mientras íbamos en su carro rumbo a Fuller Home Mobile Park, un parqueadero que, envuelto en la sinuosidad boscosa de la carretera que une a Auburn con Opelike, alberga por 450 dólares mensuales a unos cuantos hispanos con nombres falsos pero con manos verdaderas con las que, de facto, trabajan para los empresarios horticultores y demás productos y servicios en uno de los estados sureños de USA con un historial abiertamente racista. A Miguel y a Víctor, mexicanos indocumentados, los conocí en el lobby del hotel cuando, por un error en la reservación de mi habitación, me quedé varado en el dilema de pagar más de lo previsto o buscar un hotel más barato.


Llegué a Alabama por tierra, debido a que Auburn –una de tantas pequeñas ciudades universitarias apenas si pobladas por profesores, trabajadores y estudiantes– no cuenta con vuelos comerciales. Llegué por aire a Atlanta, Georgia, en cuyo aeropuerto confieso haber cometido el pecado no menos racista de la estereotipación: al deambular por esos enormes pasillos creí ver –lo juro por el bote mezclero que en mi ciudad traigo como carro– a Michio Kaku. Tuve, en mi fuero interno, la seguridad de que me había topado con el físico y divulgador científico encumbrado hoy como celebridad gracias a History Channel. Amén de sus rasgos asiáticos, era él con su estilizado peinado de largos cabellos canosos y su mirada vivaz. Cámara colgando del cuello, shorts cafés y tenis blancos con calcetines blanquísimos llegando casi a la rodilla, deambulaba como yo entre los souvenirs y la tienda de cambio, despistado y curioso a la vez. A pesar del atuendo vacacional, él lucía todo su espíritu académico y newyorquino que visita por primera vez la América profunda; y yo lucía todo mi azoro de mestizo mexicano que no sabe muy bien cómo llegó a The South. Ya nos alejábamos. Dudé un instante, pero me resolví a hacerlo: “excuse me, sir…” Lentamente volteó a verme, mientras yo pensaba en pedirle que me autografiara una novela de César Aira, un boleto de avión o siquiera una servilleta lonchera. “Are you Michio Kaku? Su mirada se tornó displicente sin llegar a la ira y, levantando su mano derecha para dibujar un golpe de desprecio al aire, siguió su camino. Fui, como se puede leer, poco más que un idiota. Avancé patético hasta la salida, donde esperé por seis horas una shuttle bus que me cruzaría al estado de Alabama. El chofer me pidió 50 dólares en efectivo, pues mi tarjeta había sido rechazada. El karma actúa de maneras misteriosas y a veces relativamente expeditas.

Bajé del autobús y, al hacer la panorámica, sentí una humedad de bosque preinvernal, el aura de una ciudad articulada sobriamente entre la hojarasca y el asfalto. En apariencia no era, pues, una mancha suburbana de white trash y rednecks, como podría esperarse según el odioso estereotipo en que, por idiotismo propio o endilgado, todos caemos. Era de noche y a la mañana siguiente iniciaría el motivo académico de mi viaje: The 61 st. Annual Mountain Interstate Foreign Language Conference (MIFCL, no MILF). En el looby del hotel un amable salvadoreño (y no mara salvatrucha) que se enteró del problema de mi reservación, me dijo en un español estandarizado: “Yo tengo empleados mexicanos que te pueden ayudar a buscar un hotel”. Era el contratista de servicios alimenticios en el hotel de la universidad y me presentó a Miguel y Víctor. No lo esperaba, pero ellos se ofrecieron a hospedarme por tres noches. “Entramos a trabajar a las 10 a.m. y salimos a la 10 p.m. Vivimos en Opelike, que está 10 minutos en carro. Te podemos dar aventón de ida y vuelta aquí a la universidad.” Sonaba bien. Me ahorraría bastante dinero. Acepté.

Pero Miguel y Víctor no pudieron volver al trabajo, por miedo a la aplicación de la recién aprobada ley HB56, la cual faculta a la policía para detener a un automovilista sospechoso de residir ilegalmente en el estado; faculta a la autoridad para multar a quienes den trabajo o renten apartamento a indocumentados, e incluso establece multas para quienes los transporten en su automóvil; asimismo, me facultó a mí para ser, potencialmente, detenido, idea en cierto modo atractiva. Así, indocumentado wannabe, salí de la tráiler y me aventuré a caminar por más de una hora desde Opelike hasta Auburn rumbo a la universidad, en donde por la tarde leería un ensayo frente a un grupo azaroso de profesores y estudiantes de doctorado. Consulté en Google Maps y Google Street View cómo llegar a la universidad. No me perdí, pese a las honduras de la carretera boscosa que me dejó entrever el campo de golf y un aeropuerto privado. Yo llevaba una cámara fotográfica doméstica en extremo, una mochila ni tan nueva ni tan vieja y unos zapatos flexi. Ni turista burgués ni alternativo o bohemio, ni hippie, ni jornalero, sino un atuendo de ciudadano waltmartizado, genérico, que no despertó más que bostezos en los policías.

La monocromía del paisaje se vio interrumpida al pasar por un edificio con un surtidor de agua verde. Me acerqué como quien no ha visto jamás un surtidor más que en poemas, desviándome un poco del recorrido y temiendo invadir propiedad privada. Vi que un hombre abrió la puerta. “Este es paisa” me dije. Nos reconocimos nuestros respectivos nopales. Michoacano (¡qué sorpresa!), jardinero en una empresa de horticultura. Entre las preguntas de su nombre, origen y tiempo en USA, salió el tema de la ley de indocumentados y me dijo: “Nosotros tenemos la culpa… cuando chocamos, huimos… mi patrón me dijo que no me preocupara, nomás con que no maneje… los empresarios se andan moviendo con el gobierno para que se anule.” Me dio un vaso de agua y, tras confirmar si iba por el camino correcto rumbo a Auburn, seguí.


Llegué a la universidad, saludé, me registré, leí mi trabajo, comí. Decidí caminar un rato por la biblioteca, el restaurante, el hotel. Salí a la calle ya de noche para volver al tráiler, confiando en que hallaría fácilmente un taxi. Pero no fue así. Deambulé por 45 minutos hasta que decidí sentarme afuera de una iglesia bautista de estudiantes. Tres jóvenes gringos me preguntaron si podían ayudarme en algo. Llamaron por celular para ver dónde podía encontrar un taxi. Acudí a las calles que me indicaron y nada. La fortuna hizo que me los volviera a encontrar y amablemente se ofrecieron a llevarme a Opelike. Por más que me esforcé en pasar como un indocumentado deportable, no hubo más que buena gente ese y todos los días.


Al salir de Auburn, los mexicanos no aceptaron ni un dólar en retribución por el hospedaje de tres noches. El evento MIFLC fue lo que me esperaba: un paraíso universitario liberal que, aunque abusa de su fraseología (“el gobierno norteamericano es un vil nazi”), se agradece. Es la tendencia de todo académico e intelectual a elevarse respecto a la realpolitik. Un taxista portorriqueño refugiado en Alabama después del 9/11 —traía como pasaje a ejecutivos de Wall Street (“tenía que usal saco y colbata”) para luego llevarme a mí en shorts y gorra— se refirió al gobernador de Alabama como un loco racista; una chofer negra de autobús dijo que en Alabama todos son racistas con todas las razas, es decir, una modalidad de racismo incluyente o, diríamos, a lo parejo. Tal ley y tales hechos refuerzan el lamentable antinorteamericanismo generalizado en América Latina y en el resto del mundo. Como yo no he vivido todo ese ninguneo anidado en el estereotipo y en las miradas oblicuas del otro, bien gustoso volvería en busca de mi sueño mexicano, el sueño de ser deportado de Alabama, where the skies are so blue.