En el siglo XIX, la literatura indianista se dedicó a idealizarlos atribuyéndoles ciertas virtudes cristianas muy ajenas a sus horizontes culturales. Para el sector marxista del indigenismo, fueron un pretexto en la confirmación de la noción de proletariado. El neoindigenismo ha procurado, por su parte, insuflar un aura poética que los convierte en seres tan sofisticados y exóticos hasta para sí mismos. Son los indígenas. Grupos raciales y culturales que son, sin duda, diferentes a nosotros, los mestizos occidentales, pero que tampoco lo son tanto como para ningunearlos con nuestra indiferencia o con nuestra lisonja.
No pretendo abogar por una recuperación de los valores estéticos o culturales del mundo indígena. Empresa que, como todas las utopías, resulta más bien de un espíritu reaccionario. El término indígena es una mera generalización construida por criollos y mestizos para uniformar todo un espectro, que termina por reducirse a nuestras categorías. Eso explica por qué los indígenas tzotziles, quechuas, mayas, triquis, tojolobales, por decir sólo algunos, no se reconocen entre sí.
Lejos de mí está el navegar con alguna bandera indianista, indigenista o neoindigenista. Mi afición por el folklore musical latinoamericano (y en lo específico, el andino) es más bien burguesa, snobista: no reivindico sino mi individual y legítimo derecho al gusto. Mi snobismo es, creo, directamente proporcional al respeto, que por supuesto no es lo mismo que idealización o fanatismo.
Hace ya más de tres años, cuando dedicaba más tiempo a la ejecución de algunos instrumentos musicales folklóricos, descargué el mini-documental sobre la Sinfónica Andina Infantil de Ayora (SAIA) que aquí les invito a ver en dos partes. Al poco tiempo, la página que lo suscribía dejó de estar habilitada. En un accidente informático, perdí el archivo. Lo había guardado en un disco, que también perdí. Esperanzado, escribí pidiendo aquí y allá que me enviaran el video. Jamás recibí contestación. En una de esas pocas limpias a mis papeles, encontré el disco. Decidí subir el video a YouTube, sabedor de que no se encontraba ya en línea. Es irónico que, semanas después, se me enviara a mi correo el enlace al video ¡que yo mismo había subido!
No cambiaría radicalmente el rumbo de las comunidades indígenas de Ayora, Ecuador, pero sí preservaría un documento electrónico sobre el proyecto formativo que, tal vez modesto y en potencia, construye más y mejor que todas las revoluciones o rebeliones armadas. La SAIA es auspiciada, en parte, por La Federación de Organizaciones Populares de Ayora-Cayambe (UNOPAC) que, supongo, se distingue en mucho de la APPO y del EZLN. La SAIA no es el manifiesto de una reivindicación étnica. Es sólo un principio de socialización y apertura. La música que los niños ejecutan dista de ser prehispánica o indígena en el más estricto sentido del término. Es, pues, música mestiza. La SAIA “recupera” la zampoña, la quena, el charango y añade, por supuesto, el solfeo y el violín. Como producto del Convenio Andrés Bello, este proyecto no es sino una forma más de procurar la siempre postergada educación. A menos que se crea en la siempre recurrida demagogia, la justicia social no puede venir por decreto presidencial.
No pretendo abogar por una recuperación de los valores estéticos o culturales del mundo indígena. Empresa que, como todas las utopías, resulta más bien de un espíritu reaccionario. El término indígena es una mera generalización construida por criollos y mestizos para uniformar todo un espectro, que termina por reducirse a nuestras categorías. Eso explica por qué los indígenas tzotziles, quechuas, mayas, triquis, tojolobales, por decir sólo algunos, no se reconocen entre sí.
Lejos de mí está el navegar con alguna bandera indianista, indigenista o neoindigenista. Mi afición por el folklore musical latinoamericano (y en lo específico, el andino) es más bien burguesa, snobista: no reivindico sino mi individual y legítimo derecho al gusto. Mi snobismo es, creo, directamente proporcional al respeto, que por supuesto no es lo mismo que idealización o fanatismo.
Hace ya más de tres años, cuando dedicaba más tiempo a la ejecución de algunos instrumentos musicales folklóricos, descargué el mini-documental sobre la Sinfónica Andina Infantil de Ayora (SAIA) que aquí les invito a ver en dos partes. Al poco tiempo, la página que lo suscribía dejó de estar habilitada. En un accidente informático, perdí el archivo. Lo había guardado en un disco, que también perdí. Esperanzado, escribí pidiendo aquí y allá que me enviaran el video. Jamás recibí contestación. En una de esas pocas limpias a mis papeles, encontré el disco. Decidí subir el video a YouTube, sabedor de que no se encontraba ya en línea. Es irónico que, semanas después, se me enviara a mi correo el enlace al video ¡que yo mismo había subido!
No cambiaría radicalmente el rumbo de las comunidades indígenas de Ayora, Ecuador, pero sí preservaría un documento electrónico sobre el proyecto formativo que, tal vez modesto y en potencia, construye más y mejor que todas las revoluciones o rebeliones armadas. La SAIA es auspiciada, en parte, por La Federación de Organizaciones Populares de Ayora-Cayambe (UNOPAC) que, supongo, se distingue en mucho de la APPO y del EZLN. La SAIA no es el manifiesto de una reivindicación étnica. Es sólo un principio de socialización y apertura. La música que los niños ejecutan dista de ser prehispánica o indígena en el más estricto sentido del término. Es, pues, música mestiza. La SAIA “recupera” la zampoña, la quena, el charango y añade, por supuesto, el solfeo y el violín. Como producto del Convenio Andrés Bello, este proyecto no es sino una forma más de procurar la siempre postergada educación. A menos que se crea en la siempre recurrida demagogia, la justicia social no puede venir por decreto presidencial.