Cultura y dispendio

Es una verdad no políticamente correcta decir, en estos tiempos, que la difusión de la cultura (sea lo que signifique esta palabra) desde la esfera gubernamental es más bien un proyecto meramente ornamental y a veces absurdo. Se difunde, no se informa. El último gran reducto al respecto fue José Vasconcelos (1882-1959), cuyo proyecto –noble y de connotaciones apostólicas— consistía en incorporar a México en los valores artísticos y literarios de la tradición occidental y universal.
En un intento de educar e ilustrar a las masas semianalfabetas, la misión buscaba, por ejemplo, que los mexicanos leyeran el Ramayana o la Ilíada, cumpliendo así un papel a un tiempo hegemónico y pretencioso. Como se sabe, tal empresa humanista pecó de irrealista y hoy, a más de cincuenta años, la cultura como tema de agenda pública y política se transfigura desde el populismo entretenedor hasta el elitismo quintaesencial, aunque en el fondo estos dos extremos no sean sino dos máscaras del poder.
Y es que si el Estado, en tanto órgano rector, ha tendido a sacar las manos de aspectos como la economía, la educación, el empleo, etc., resulta curioso que la cultura aún se antoje como derrotero civilizador en el que los candidatos en campaña pretenden reivindicar demagógica y pomposamente un derecho ciudadano a la lectura, a la asistencia a conciertos, a exposiciones, presentaciones de libros. No es extraño, pues, que –sea desde el regionalismo o el centralismo— las autoridades culturales los cacareen y toquen trompeta en sus informes de gestión. Claro, aunque eso no signifique que los sonidos lleguen a la ciudadanía interesada en tales eventos.
Sin embargo, más allá del quejumbroso discurso hipercrítico que desacredita a priori e irreflexivamente todo, y dejando de lado el típico protagonismo de los políticos en turno, cabe considerar la labor de algunas instituciones que, amén de la ineficiencia y el burocratismo común a todo organismo público, figuran como aquellas que han realizado una labor significativa.
En el año 2000, a propósito del espíritu de la alternancia, el gobierno de la transición realizó, por medio de la empresa Gaus, una encuesta denominada Consulta Cultural a Conocedores, en la que se deja ver la opinión de alrededor de quinientos especialistas. El producto fue un documento de ochenta páginas en la que la comunidad experta le proponía al gobierno ciertas ideas para la promoción de la cultura.
Así, las instituciones de opinión más favorable fueron el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, Canal 11, Canal 22, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Fondo de Cultura Económica, Centro Cultural y Turístico de Tijuana, Radio Educación, Educal, Instituto Mexicano de Cinematografía y Estudios Churubusco Azteca.
Sin contar a las universidades públicas, algunas de esas instituciones se han constituido como los principales baluartes de la difusión cultural, a pesar de la mafia y discresionismo que les caracteriza. A seis años del diagnóstico que hacía Gabriel Zaid sobre el tema, el panorama no ha cambiado mucho y su pregunta sigue vigente: “¿de qué sirve ofrecer oportunidades culturales, si los posibles interesados no se enteran?” (Letras Libres, 2000, Año II, Número 23, p. 27)
Parece ser, entonces, que el problema es más bien de carácter práctico. La definición de cultura desata discusiones estériles y vedadas para el ciudadano común. El proyecto vasconcelista se ha transformado. Los políticos poseen una naturaleza protagónica por antonomasia. Pero a veces lo más inmediato es lo más olvidado: la información clara y oportuna para que, sea el Ramayana, la Ilíada o el libro vaquero, las acciones no resulten en un vana gestión.
A seis años de que el gobierno del cambio publicara los resultados de su consulta, sería hora que, en un inminente triunfo del tan llevado y tan traído proyecto alternativo de nación, estos nuevos párrocos fueran pensando en cómo podrían evitar el dispendio.