Aferrado con Cincinnati

Más allá de una experiencia académica y personal, más allá de toda esa cursilería, si algo aprendí en mi viaje a Cincinnati, es que soy un pésimo fotógrafo:

A petición de Nacho Mondaca, haré un breve resumen de mi también breve estancia por allá. No, no hubo tomates después de leer mi ponencia. Bueno, tampoco hubo muchos aplausos, aunque sí buena interlocución. Entre la lectura tradicional (Antonio Alatorre, Méndez Plancarte) y otra post-colonial (supuestamente más de avanzada) de “La Loa para El Divino Narciso” de sor Juana, giró mi trabajo. Claro, yo sólo la jugué de abogado del diablo entre las dos posturas. Pero en fin...
Todo mundo en el evento pensaba que venía yo representando –como algunos colombianos, españoles, cubanos, puertorriqueños— a alguna universidad norteamericana. Fue realmente una sorpresa para ellos que estudiara y trabajara para una maconda universidad mexicana.
Situado en el noreste estadounidense, Ohio es un estado interesante, pues representa una metáfora de la lucha ideológica entre el este y oeste norteamericano, el norte y el sur. En otras palabras, entre liberales y conservadores, demócratas y republicanos. (Las últimas elecciones presidenciales se definieron en Ohio.)
Cincinnati es una ciudad moderna, cosmopolita y a la vez típica de la tradición angla. Tienen ustedes aquí a la iglesia presbiteriana:
University of Cincinnati es, por supuesto, inmensa. Tiene todo lo que se espera de una universidad pública norteamericana, es decir, corporativa y cara. Definitivamente, el norte estadounidense es otro asunto: no hay de manera notable discriminación o racismo sistemático y, a pesar de haber pocos hispanos, es vagamente una ciudad multicultural.
Hubo por ahí una propuesta de trabajo y doctorado tentadora. Sin embargo, aún me debato entre el romanticismo y el pragmatismo: el ogro filantrópico de la UNAM y el eficientismo académico de University of Cincinnati.
Dios me envió dos ángeles: una señora de Pennsylvania, que al encontrarme solo, semi-bilingüe y desorientado en el aeropuerto de Cincinnati, hizo unas llamadas por mí; un taxista oaxaqueño de Phoenix quien, después de contarle acerca de mi desventura de faltarme 12 dólares para el pasaje a Hermosillo, me dio quince dólares, me invitó a cenar, para así llegar, sano, salvo y flaco, de vuelta al Tercer Mundo. Benditos sean.