Pequeña crónica de grandes días

El sindicato de mi universidad se había declarado en huelga. Y veinticuatro horas después de salir del barrio folklórico Ley 57 –donde se encuentra la residencia López—, llegué a Lexington, Kentucky, con el rostro desencajado y los ojos de pulga pedorra. De las 23 hrs. a las 23 hrs. Decir que fue un viaje de ida extenuante y turbio no basta. Haría falta ilustrar mi afirmación contando que, por tierra, estuve dos horas en la línea fronteriza y que, en aire, el avión perdía, a ciertos momentos, un poco de altura. La escala en Houston sirvió, no obstante, para un wrap en el George Bush Intercontinental Airport. Y como si no fuese suficiente mi impopularidad política, diré que sirvió también para, en un descarado lapsus republicano, tomar una foto. Vean aquí al progenitor del odiado personaje texano. Una vez en mi destino, el hotel me da la bienvenida: mi cuarto había sido ya alquilado, bajo el argumento de que debí haber llegado a las 18: hrs., o proporcionar un número de tarjeta de crédito para respetar mi reservación. Como la anciana existencialista de Harold and Maude, quien le explica al oficial de tránsito que no cree en los permisos para conducir, tal vez debí haberle dicho al recepcionista: “I don’t believe in credit cards”. Hubiera sido, por supuesto, una estupidez, una cursilería posada, sobre todo porque en realidad sí creo en las tarjetas de crédito, aunque no tenga una. Vamos, no funcionaría incluso como referencia cinematográfica de culto, un tropo literario que no posee más pena ni gloria que revelar sus recursos.
Pero Dios, o el dios que nombramos con el término equívoco de casualidad, fue bueno conmigo y tuvo a bien el enviarme una ayuda. Vi entrar al lobby a un joven de pelo largo, rizado y barba poblada, una combinación de cantante de flamenco y hippie. Al haber cruzado apenas dos o tres palabras con X y al comunicarle mi problema, éste me ofreció compartir el cuarto en cual estaba ya él instalado y los respectivos gastos. No me sorprendió tanto ese primer gesto amable, como su sencillez y diafanidad. Alejado de la pedantería academicista, fue invitado al Kentucky Foreign Language Conference no como ponente, sino en calidad de presentador de la Hispanic Poetry Review.

X es un poeta cubano que cursa su doctorado en EUA. Tiene cinco poemarios y hace dos años salió de la isla, siendo invitado a la feria internacional del libro en Guadalajara, a donde nunca llegó, para armarse en una travesía hacia el norte que, como el sur, también existe, pero menos jodido. Hiperactivo y bohemio, X parecía movido por una insaciable hambre y sed de aventura, acaso motivada por su reciente, digámoslo así, escape del pútrido régimen castrista. X tuvo, sin embargo, el buen gusto de no hacer ningún comentario en torno al tema político. “No tengo ninguna postura política”, me dijo. Le creo. Pero, ¿no hay acaso algo político en buscar mejores condiciones de vida y, por ende, libertad de expresión? Sí y no. Mi lectura de su conducta es, en ese sentido, sesgada.
Una noche en el cuarto de hotel, mientras él se divertía en un bar en el que una gringa le plantó un beso, leí su poemario publicado en Cuba, con la suspicacia de encontrar de forma críptica algún indicio que avizorara su exilio. Creí encontrarla y, cuando llegó, a eso de las tres de la mañana, le sugerí mi interpretación. No sé si fue molestia o mero celo autoral, pero automáticamente y/o ayudado por las copas, la descartó por de foul. Quizá fue mi paranoia ideológica.
No hubo mujer con la que, de soslayo o abiertamente, no socializara con éxito al grado del flirteo. En la madrugada solía sonar su celular. Era una mexicana que había conocido hacía poco tiempo. Entusiasmado y pícaro, me confesó que las mexicanas eran su debilidad. Con mi semblante reflexivo rayando en lo melancólico, coincidí con él, secundándolo en su patología. Siento que, de alguna manera, fuimos las antípodas complementarias. Durante los tres días del evento, sin querer, nos perdíamos uno del otro, sólo para vernos en la noche y platicarnos nuestras respectivas aventuras diarias. Él con las chicas, la hierba, el alcohol y los poemas; y yo… con Octavio Paz. Placebos análogos. Al final de los tres días, creeyendo que no nos veríamos y en un ataque de espíritu bohemio, X se aplicó y me hice acreedor a un poema:

Olvidé pagarle sus treinta y tres dólares
pero (lindo gesto) le mandé libros
llegaron a su casa alborotando
como una bandada de terribles palomas
que picoteaban donde quiera.

La suerte quiso que coincidiéramos de nuevo. Su vuelo y el mío resultaron ser el mismo: escala en Dallas. Me pagó mis treinta y tres dólares, con los que compré un mono de peluche para una amiga y unos chocolates para mi familia. Seguimos platicando en el avión, al mismo tiempo que coqueteaba con una española casada, quien no parecía rechazarlo. El ritual moderno de intercambiar e-mails, direcciones…
Así como ésta, podría referir, por ejemplo, mi historia con la generosa señora de origen húngaro-brasileña-newyorkina, polítlota y especialista en literatura mexicana, o con la linda chica discapacitada que trabaja para la NASA y que me invitó a cenar comida tailandesa. Fiel a mi grosero e irremediable egocentrismo, las interpreto también como mis otras amables ayudas divinas. Pero, como dice Bart Simpson, no hay tiempo para leerlas todas.

Respecto a la lectura de mi ponencia, de más está decir que una vez más quise encumbrarme como el vicario de Paz sobre la tierra. Lo bueno es que, según yo, no me la creo. De University of Kentucky y el Kentucky Foreign Language Conference… ¿qué puedo decir? Grande, extremamente bien organizado. Y una vez más me ha deslumbrado la inmensa cantidad de recursos que las universidades norteamericanas destinan a la investigación: becas, intercambios, movilidades, et caetera. Todo esto sucedía mientras mi universidad se encontraba en huelga.