Vivimos tiempos curiosos. Mi generación -que es la de la segunda mitad del siglo XX- es conocida como la generación de la crisis. Una crisis generacional y generalizada en diferentes campos: arte y medios, política y sociedad, economía y negocios, etc. Son los tiempos cuyo prefijo por excelencia es el post. Vivimos en la llamada postmodernidad, un momento de nuestra historia que supone un descreimiento respecto al tiempo que le ha precedido: la modernidad, la tradición, el orden y el progreso. Los países de primer mundo, en todo su avance material y sofisticación, experimentan hoy esa crisis.
No obstante, México, y con él toda Latinoamérica, llega tarde a la historia. Cuando los teóricos norteamericanos (y algunos europeos) pregonan el fin de la historia, en nuestros países aún lidiamos con métodos y estrategias premodernas de acceder y ejercer el poder. Son curiosos nuestros tiempos: desde nuestro premodernidad hasta su postmodernidad. Son las crisis, con o sin modernidad.
De ahí a que la política como práctica social y vocación esté, por ende, también en crisis. Tal vez nosotros llegamos de distintas maneras a ese punto posmoderno: el descreimiento. No creemos, por instinto filosófico, en comunicados ni declaraciones de prensa, en informes judiciales o en promesas de campaña.
El fin de la locura (1996) del escritor mexicano Jorge Volpi, quien fuera diplomático en Francia durante el sexenio de Ernesto Zedillo, es una novela que explora la caída en los supuestos revolucionarios de la izquierda revolucionaria. El autor relata cómo la crisis de conciencia ideológica lleva a la caída moral y de credibilidad frente a la sociedad. Aterrizando el planteamiento de la novela a nuestro contexto inmediato, el caso del fin de la política y la historia se antoja como el de una transición.
Para bien o para mal, los partidos y los políticos existen. Son quienes deberían responsablemente estar conscientes del momento histórico que nos tocó vivir, pues no vivimos en un vacío tercermundista, sino en el traspatio del primer mundo. Sean revolucionarios o reaccionarios, los supuestos ideológicos y las líneas de poder tienen que abrirse: la realidad es más compleja que los estrechos paradigmas de la ideología. Presumiblemente, estamos ante el fin de las ideologías. O mejor dicho: el inicio de otras. El fin de la política coincide lógicamente con el auge del capitalismo. La coerción del Estado frente a las fuerzas impersonales del mercado. Asimismo, el fenómeno de la comunicación global implica necesariamente un reentendimiento de nuestra situación local frente al mundo. Tal vez en ese reentendimiento la política no llegue a su fin, pero sí cambie radicalmente para bien.
No obstante, México, y con él toda Latinoamérica, llega tarde a la historia. Cuando los teóricos norteamericanos (y algunos europeos) pregonan el fin de la historia, en nuestros países aún lidiamos con métodos y estrategias premodernas de acceder y ejercer el poder. Son curiosos nuestros tiempos: desde nuestro premodernidad hasta su postmodernidad. Son las crisis, con o sin modernidad.
De ahí a que la política como práctica social y vocación esté, por ende, también en crisis. Tal vez nosotros llegamos de distintas maneras a ese punto posmoderno: el descreimiento. No creemos, por instinto filosófico, en comunicados ni declaraciones de prensa, en informes judiciales o en promesas de campaña.
El fin de la locura (1996) del escritor mexicano Jorge Volpi, quien fuera diplomático en Francia durante el sexenio de Ernesto Zedillo, es una novela que explora la caída en los supuestos revolucionarios de la izquierda revolucionaria. El autor relata cómo la crisis de conciencia ideológica lleva a la caída moral y de credibilidad frente a la sociedad. Aterrizando el planteamiento de la novela a nuestro contexto inmediato, el caso del fin de la política y la historia se antoja como el de una transición.
Para bien o para mal, los partidos y los políticos existen. Son quienes deberían responsablemente estar conscientes del momento histórico que nos tocó vivir, pues no vivimos en un vacío tercermundista, sino en el traspatio del primer mundo. Sean revolucionarios o reaccionarios, los supuestos ideológicos y las líneas de poder tienen que abrirse: la realidad es más compleja que los estrechos paradigmas de la ideología. Presumiblemente, estamos ante el fin de las ideologías. O mejor dicho: el inicio de otras. El fin de la política coincide lógicamente con el auge del capitalismo. La coerción del Estado frente a las fuerzas impersonales del mercado. Asimismo, el fenómeno de la comunicación global implica necesariamente un reentendimiento de nuestra situación local frente al mundo. Tal vez en ese reentendimiento la política no llegue a su fin, pero sí cambie radicalmente para bien.