En el paisaje de cualquier madrugada de fin de semana, las calles del centro de la ciudad dibujan nebulosamente la esquina de una casona blanca de dos pisos. Podría ser la casa de unos abuelos ya abandonados por sus hijos y cuyos nietos pocas veces los visitan. Es una casona de puerta de hierro, también blanca, después de cuyos dos o tres toquidos se rompe el silencio sepulcral del provinciano centro para dejarse oír, de modo repentino, alguna cumbia. Un joven flaco, moreno y desvencijado por la vida y las desveladas, abre la puerta. Una leve luz apenas si ilumina fugazmente la esquina; los parroquianos entran con cierta prisa y discreción, y la puerta se cierra, con lo que las melodías cumbieras vuelven a ese tugurio de secreto a voces. El ciclo descrito continúa toda la madrugada hasta clarear. En la sala luce, considerablemente más grande que la de la virgen de Guadalupe, una estatua de san Judas Tadeo. Contra todo pronóstico y en pleno mes de mayo, un árbol de navidad decora la pared ajada del rincón como metáfora de un espacio marginal y del brumoso tercer mundo que lo circunda. Ahí, en tal escenario, sucede la magia. Es la casa de Amalio. La casa de Amalio es un aguaje, un oasis lúbrico de amor etílico las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana y hasta que el corrido (es decir, el dinero) se acabe.
Magnate del arrabal y aristócrata del cohecho, Amalio es, además, un hombre serio y diplomático: “Pongan al Tropicalísimo Apache o váyanse todos a la chingada,” se le ha oído decir a los borrachos que lo frecuentan, entre los cuales se cuentan meretrices y travestidos, meretrices travestidos que buscan clientes, burócratas despilfarrando sus aguinaldos, hippies desencajados, buchones advenedizos que intentan apagar su lujuria acariciando la espalda baja de alguna gordibuena, intelectuales y culturosos siempre proclives a la teorización de este submundo de locura y abyección. Su estatura es de casi dos metros, pero la diabetes ha hecho estragos y, desde hace poco tiempo, lo ha recluido a una silla de ruedas donde reposa con su única pierna. Ya no le es posible acudir él mismo a las afueras de su casona para saludar monetariamente a los policías, que andan siempre al acoso. Los oficiales se han visto en la necesidad de ingresar ellos mismos al recinto para dejarse saludar y constatar –con la mirada envidiosa de quien preferiría no estar de servicio– la mirada perdida de los borrachos que, sin inmutarse, siguen bebiendo solo por estar vivos en medio del vacío legal y real de la madrugada como placer último de la existencia, como si al amanecer no tuvieran que volver a su vida civilizada y de mierda.
Algunos dicen que Amalio tiene ascendencia italiana; que su familia, alguna vez empresaria y pudiente, tuvo nexos importantes con algún antaño gobierno del Estado. O quizá solo sea una leyenda auspiciada por la inventiva del relajo. Lo cierto es que tiene como empleados al joven desvencijado para atender a la clientela y a un joven alto, rubio, para su seguridad personal y la de la casona. Son un buen equipo de trabajo que, entre peleas de borrachos que se disputan meretrices y travestidos que se disputan a los hombres heteroflexibles, mantienen la lógica del orden dentro de la lógica del desorden. Está prohibido fumar mota y los hippies son los primeros en ser echados a empujones del lugar. Para llevar o para consumir ahí mismo, la casa no vende más que cerveza, por obvias razones, más cara que en los sitios legales y recibe a todos con un tufo a ETS que dibuja muecas hasta en el visitante más habituado. Se dice que Amalio surte su producto de venta en Costco y que tiene un cuarto repletísimo de botes de cerveza. Tal dato pareció confirmarse la vez que, después de un inusual operativo por parte la dirección municipal de alcoholes en el que se confiscó toda la cerveza a la vista, la casa de Amalio, apenas media hora después de tal incidente, siguió funcionando en su clandestina normalidad y la clientela no dejó de llegar. Arreglados con la autoridad hasta 2020. Esa es la suerte de todo aguaje.
Pero la casa de Amalio no es nada más cerveza: además de cumbias y de canciones de banda, hay un televisor donde se miran los videoclips de las más exitosas baladas románticas de los ochenta. La madrugada se antoja también para el baile y es común que se suscite la improvisación de parejas: este buchón haciendo su lucha con aquella joven universitaria, este señor cincuentón con la meretriz platicadora, que espera que aquel se descuide para robarle la cartera, etcétera. Por doscientos pesos, y para que las parejas terminen en privado lo iniciado en público, la casa ofrece, en su segunda planta, algunos conatos de dormitorios cuya higiene haría ensombrecer al legendario baño edimburguense de Transpoitting. El baño de mujeres tiene como puerta una cortina transparente; el baño de hombres no es sino un patio con dos resumideros, lleno de fierros viejos y envases de plástico guardados para el reciclaje.
Una madrugada en la casa de Amalio no es algo honorable ni digno de contar. “Anoche fui a la casa del Amalio”, se dice. “Valiendo madre”, se contesta. Y es, no obstante, un destino recurrente y un acto de estoicismo. La cruda moral de ser testigo y parte de la clandestinidad no es impedimento cuando no hay más opciones que Amalio en cualquier ciudad norteña tan represora con sus alcohólicos como alcohólica en el fondo. Eso es más fuerte que la cruda física y moral de ver salir el sol desde ese aposento; es el destino de las almas y los animales silvestres.